TREVIZO, Hesiquio - ¿Por quién doblan las campanas?

¿Por quién doblan las campanas?

Tal vez, el título es excesivo. Disculpas y reverencia para gran escritor norteamericano. ¡Ah!, El viejo y el mar.

Visión de la modernidad. Los analistas posmodernos, portavoces de una sensibilidad social, también se sienten a disgusto en la sociedad actual y expresan su malestar frente a la modernidad y sus valores, visiones y mitos.

En repetidas ocasiones me he referido a los grandes pensadores, comenzando por F. Nietzsche, que han denunciado, como Freud, “el malestar de la cultura” y no pocas veces es necesario, según afirma José María Mardones, ver el mundo de la religión para comprender mejor lo que sucede en nuestra sociedad.

Por curiosidad, esta semana he leído a los columnistas del New York Times y la mayoría expresa incertidumbre, revelan no entender los arcanos caminos que sigue la política. Como si se tratara de un rompecabezas, analizan las acciones, los discursos, los movimientos, etc., para adivinar el rumbo. ¿Qué se esconde detrás de tantos ires y venires? No se sabe a ciencia cierta.

Así, Gail Collins dice en un artículo ocurrente y despreocupado, que titula “Lista presidencial de compras”, lo siguiente: “Estoy haciendo mi lista de cualidades que no quiero en el próximo presidente, basada en las lecciones aprendidas de la administración Bush. El primer atributo indeseable es la lealtad, en el sentido de valorar las relaciones personales por encima de las aptitudes. En realidad, necesitamos elegir a alguien capaz de arrojar a su abuela bajo un autobús si ella pone en peligro la misión. Quality to Avoid No. 2: Extreme physical fitness. (NY. Times. 11.22.07). ¡Vea usted, nomás!

La visión de los críticos, periodistas, filósofos, sociólogos, acerca de la modernidad –o posmodernidad–, puede ser calificada de ‘desacralizadora’.

Intentan desmitologizar la política. Frente a una idea extendida de la modernidad como el momento histórico de las grandes realizaciones de la razón humana, de la ilustración del pensamiento, de los logros científicos-técnicos y económicos, de la estructuración socio-política en libertad y con la participación de los ciudadanos, que ha generado los mitos de la sociedad ilustrada, científica, progresista, desarrollada, opulenta, libre y democrática, estos críticos oponen la ambigüedad y el desencanto histórico que, en su opinión, caracterizan también a dicha modernidad.

Uno de los grandes “mitos” de nuestro tiempo es la democracia. La devastadora presencia norteamericana en Oriente Medio se ha hecho en nombre de la democracia y de la libertad y el resultado final han sido muerte y destrucción; podría decirse de los invasores la frase que D. MacArthur aplicó a los nazis: “Ellos han traicionado la civilización”.

Hugo Chávez, es el exponente actual más claro de la perversión de una idea; está logrando unificar los conceptos contrarios de dictadura y democracia. Unificar los contrarios (conceptos) era el sueño de la Filosofía Medieval. Chávez intenta convertirse, y ya lo es de facto, en un dictador democrático. La sola idea de dictador, es abominable, pero si la bautizamos con adjetivos tales como democracia, liberación, revolución, el concepto se blanquea.

También existe el blanqueo de conceptos, pero, igual, nunca se logra un blanqueo total. La patología de la situación queda de manifiesto cuando Chávez afirma que “de lo que ocurre en Venezuela depende en buena manera la salvación del mundo. Depende de buena manera (tal vez quiso decir, en buena parte), que el mundo siga cambiando y salvemos la especie humana”; esto sería demasiado incluso para Fidel; y hay que tomarlo a broma o prepararnos para cosas demasiado serias. Nadie tomó en serio al oscuro cabo austriaco, Hitler, en sus diatribas.

Si volvemos la vista hacia problemas menos familiares y más sociales o estructurales, vemos que el malestar cultural recorre los ámbitos de la política, de la economía y del comportamiento cívico. Se produce ante el panorama una sensación de mentira generalizada, corrupción, abuso del cargo, uso de privilegios para medro personal, desfalcos financieros, pérdida de crédito en los sindicatos y partidos que conduce al desfallecimiento moral o al refugio en el individualismo ante la imposibilidad de poder hacer algo. Bástenos leer la prensa diaria para comprobar tal situación.

Cada vez más nuestras conversaciones acerca de la situación son más pesimistas, se tiñen de tonos oscuros, y no faltan los toques apocalípticos que anuncian males mayores. En cualquier caso, nos recorre una sensación de preocupación, no exenta de cierta impotencia, ante la magnitud de la crisis o de las tareas que se nos presentan.

Lo sucedido en la Catedral Metropolitana Nacional, es un hecho preñado de significados múltiples y altamente monitorios. Máxime cuando no es un hecho aislado; casos hubo en las pasadas contiendas poselectorales, cuando se arrojó excrementos dentro de la Catedral. Las palabras de Rosario Ibarra son clarificadoras: “no sé si las campanas nos saludan o quieran acallar la voz del pueblo. Vamos a averiguarlo”. Había una alternativa que ella no consideró: que estuvieran llamando a misa, como es costumbre en día y hora. Tres minutos, callan las campanas y la perorata sigue.

El caso es que unas 200 personas se desprendieron del mitin y fueron a averiguarlo. Para que se acaben los incendios forestales –se le atribuye a Bush la idea–, hay que talar, erradicar los árboles. Las campanas siempre llaman, y siempre ha llamado al pueblo. D. Rodrigo M. Quevedo, allá en los treinta, decretó, como gobernador, que en el Estado de Chihuahua se prohibía tañer las campanas de las iglesias. Esas son soluciones de fondo.

En nuestro caso, la posterior excusa de un tal Fernández Noroña, muy conocido, estuvo peor: si alguien se ha sentido ofendido, le pedimos disculpas. En el poco probable caso de que alguien se sienta ofendido, discúlpenos. Duda este señor que alguien se haya sentido ofendido. Esto es un indicio de lo que en México puede suceder y que, por lo demás, no ha sucedido en ninguna otra parte del mundo civilizado.

Unidos a fallas estructurales, emergen odios arcaicos al conjuro de la política; y en tal caso se está jugando con la mecha encendida sobre un barril de pólvora. Aquí cobra su fuerza la frase de que la política se nos ha convertido, sin más, en cuestión de vida o muerte. ¡Es tanta la ambición de poder! Por este camino se puede llegar muy lejos. Por lo demás, no es raro que opciones políticas luchen simultáneamente en las Cámaras y en las calles; entre otros Hitler y, ahora Chávez en Venezuela, triste epígono, pero no menos dañino, han llegado y se sostienen en el poder con ese método.

Cuando Jorge Castañeda califica la irrupción violenta en la Catedral, diciendo que “estas prácticas no son buenas ni malas ‘per se’”, sólo revela tibieza y falta de claridad; lo único malo, dice, es “que enajenan a la clase media”; y tiene razón, pues la clase media y la clase pobre, ¿qué importa en realidad?, a quién le pueden interesar sus sentimientos, sus creencias y carencias. Estas “clases” sólo sirven como material de elecciones. Esas clases sólo sirven para enajenarlas y hacer las revoluciones.

Se trata de la distancia proverbial que media entre el intelectual bien comido, leído y escribido, y el pueblo. Si bien denuncia esas estrategias, según las definen los italianos, como “tácticas extraparlamentarias”.

El señor Castañeda debe saber que existen acciones buenas o males per se (esto quiere decir, en sí mismas); atacar con violencia el INBA, por ejemplo, el museo de antropología, el Senado, el Palacio, las calles donde se realiza gran parte de la vida ciudadana o mi domicilio, hacer de la violencia forma de relación, es malo ‘per se’. Si un partido quiere acceder al poder, ha de ser por los votos, ¿o no?

A Calles hay que reconocerle, al menos, el que no pedía disculpas, ni tiraba la piedra y escondía la mano. A los obispos le dijo: les quedan dos caminos: las Cámaras o las armas. Pero ése es un camino que no volveremos a recorrer, y no lo haremos por dos razones sencillas: porque no hay ni políticos ni católicos como aquellos. En todo caso, deberíamos ser hoy mejores políticos y mejores católicos.

Como quiera que sea, pues, la política se ha hecho difícil de valorar para muchos creyentes. Quizá no ha sido nunca fácil, pero ahora el espesor neblinoso de un individualismo corrompido lo oscurece aún más. Obvio, el problema no es, para nada, exclusivo de México. Aquí toma sus propios colores; el clima de malestar es universal.

Recordemos un suceso que nadie, absolutamente nadie, queremos que se repita, ni siquiera que se insinúe. Si lo traigo a colación es sólo porque algo debemos aprender de la historia bajo pena de condenarnos a repetir los mismos errores. Después de todo, algo debe enseñarnos la historia, al menos a no ceder a instintos tan primitivos e irresponsables. Sucedió el 30 de diciembre de 1934.

Es bien conocida la persecución religiosa de Garrido Canabal en Tabasco. Derribó todos los templos del estado, menos uno, el templecito donde su madre, de Garrido Canabal, iba a rezar. Tres eran sus obsesiones: la guerra contra la religión católica, contra el alcohol y contra el tabaco. Y a ello dedicó toda su energía. Formó su propia fuerza de choque; se trataba de unos jóvenes vestidos con camisa roja y pantalón negro por lo que eran llamados “camisas rojas”. Quien quiera conocer más sobre la persecución en Tabasco puede leer a Meyer o a Taracena. Tuvo un hijo este célebre tabasqueño a quien puso por nombre Satanás Garrido; tenía un segundo nombre el muchacho, que no recuerdo.

Queriendo allanar las cosas el presidente Cárdenas se trajo de Tabasco al DF al mentado Garrido y le colocó en la Secretaría de Agricultura. Es curioso que Cárdenas votara por Garrido Canabal como posible sucesor de Calles.

Bueno, Garrido se trajo, a su vez, a sus “camisas rojas” a quienes se les asignó puesto en dicha secretaría y se les destinó a promover mítines de propaganda anticatólica, que él llamaba antifanática, en contra del alcohol y del tabaco, a la salida de los templos, cosa que alarmó a los fieles que apenas se reponían de lo que fuera la persecución callista. El horno no estaba para bollos ni la Magdalena para tafetanes. Y sobrevino la tragedia. Dejamos la voz a Taracena, tabasqueño que era, de Conduacán, para ser más preciso: “… En estas condiciones, el domingo 30 de diciembre de 1934, un grupo de camisas rojas se presentó a hacer su mitin antirreligioso a la salida de la misa de 10 en la parroquia de San Juan Bautista en Coyoacán (hermosa iglesia y a lo que creo, la parroquia más antigua de América; igualmente hermoso barrio viejo el de Coyoacán, esto lo digo yo). Los hechos ocurrieron frente al edificio de la Delegación, antes Palacio Municipal, y que más antes fuera la casa de Cortés; el grupo de camisas rojas fue recibido, como era de esperarse, con silbidos y pedradas –nadie ha sugerido siquiera que los fieles fueran armados–; pero esto bastó para que los camisas rojas, asustados ante la actitud defensiva de los católicos, dispararan sus pistolas y mataran a cinco personas e hirieran a otras cuyo número no se ha fijado porque los heridos fueron a refugiarse a sus casas.

El uso de las armas de fuego por parte de los camisas rojas provocó que, a pesar de encontrarse desarmada, la gente que salía de la iglesia y la que llegó a la plaza se les echara encima con lo que ellos huyeron a refugiarse a la Delegación, donde el delegado, un tal Homero Margalli, tabasqueño, los encerró en el edificio, no para consignarlos por la matanza, sino para protegerlos del pueblo indignado que empezó luego a organizar manifestaciones de protesta por el atentado. Uno de los camisas rojas, o llegó retrasado al acto, o no alcanzó a refugiarse en la Delegación, o salió imprudentemente de ella, el caso es que se mezcló entre la multitud, pero fue reconocido por el uniforme y la gente se le echó encima y lo linchó ahí mismo.

Los católicos muertos fueron la señorita María de la Luz Camacho, de 27 años; el señor ángel Calderón, comerciante español de edad avanzada, y tres jóvenes obreros, José Inés Mendoza, Inocencio Ramírez y Andrés Velasco; por los camisas rojas, el linchado fue el joven Ernesto Malda que no era tabasqueño, pero militaba en el grupo. Hasta aquí la historia.

Se trata de algo que sucedió de ese modo, y me faltan palabras para enfatizar que no se trata de una apología; tan bautizado e hijo de Dios era el joven Malda como los cinco muertos y los heridos en ese acontecimiento; se trata, más bien, de advertir que por actos irresponsables se conjuran fuerzas que no van a poder ser controladas en un determinado momento, fuerzas y situaciones que pueden salirse de control.

Tenemos que contar con que puede haber alguien que esté, él mismo, fuera de control, que abrigue sentimientos muy personales de aversión y suscite una tragedia de la que todos podamos arrepentirnos. Un joven asesinó al príncipe heredero en Sarajevo y detonó la primera guerra mundial.

A las enajenadas clases medias (Castañeda) alguien tiene que decirnos que nos quedan las urnas; que si, al hablar de democracia, hablamos en forma honesta, entonces los asuntos se resolverán en las urnas. Es ahí donde vamos a definir con extrema responsabilidad el país que deseamos. De esta forma se desechan, también, las “tácticas extraparlamentarias”. Para ello es necesaria una sociedad más y mejor informada.

Redención o revolución. Toda revolución, por muy justa que sea, lleva un carácter ambivalente. Existen en ella la pasión por la justicia y la voluntad de liberación de los oprimidos que pretende un orden mejor, más humano de la sociedad; En ella actúan al propio tiempo, fuerzas de violencia, destrucción y opresión que producen nuevos sufrimientos humanos y nuevas injusticias en el mundo. A toda revolución le amenaza el peligro del simple cambio de papeles. Toda revolución puede muy bien no ser otra cosa que un cambio de amos.

El carácter ambivalente de toda revolución señala la naturaleza de toda la historia humana. En la historia de la humanidad hay culpa, sufrimiento, sin sentido, corrupción y muerte que ningún poder –ninguna democracia tan intacta ni ninguna revolución tan perfecta– puede asumir; sólo existe la Cruz que lo puede llevar y, más aún, vencerlo al asumirlo. “En sus llagas hemos sido curados”. No es únicamente aquel “resto de la tierra” del que dice Goethe que es doloroso soportar, sino es esa falla, esa impotencia para el bien, al que desde tiempos antiguos la teología cristiana ha descrito como “caída universal”. Aquí vuelve a aparecer el problema de Dios, y aquí tiene su lugar también, la doctrina cristiana de la redención.

El rechazo de la redención cristiana nos llevaría a los cuestionamientos del judío y ateo Ernst Bloch que ante el sufrimiento y la miseria del mundo se pregunta: “¿De dónde proviene el reino de la necesidad que nos oprime desde hace tanto tiempo? ¿Por qué ha de progresar sangrientamente a través de la necesidad? ¿Qué es lo que justifica su tardanza (de una liberación)?, son asuntos que sobran en el ateísmo, a no ser que se sitúe en un loco, ahistórico e irreal optimismo (Atheismus im Christentum). Ese optimismo “irreal” es el optimismo cristiano donde “hay que esperar contra toda esperanza”.

Y, Samalayuca tiene que ser salvada.

TREVIZO, Hesiquio

El Diario (24-11-2007)

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