CAIRELES - Una información “de altura”

Una información “de altura”

Hemos estado esta mañana entre las campanas del Miguelete, para presenciar quiénes, “cómo y de qué manera” las hacen sonar, produciendo el estruendo del toque de Gloria

¡Arriba la oliva!... pero despacito

Hemos llegado al atrio de la Catedral, junto al Miguelete.

Son las diez menos cuarto. Poco tiempo tenemos, pues, que perder, si queremos estar arriba, entre las campanas, en el momento en que éstas comiencen a lanzar sobre la ciudad los estrépitos bulliciosos y algareros del volteo general en el toque de Gloria.

Rápidamente penetramos en el templo, y después de cruzar por el claustro lleno de gente y por un patiecillo interior, arribamos al pie de la angosta escalera que, en aguda espiral y como enroscada a un prolongadísimo eje de piedra, trepa por la oquedad oscura y misteriosa de la torre.

Momentáneamente cegados por el tránsito brusco desde la luz del día a la lobreguez de la escalerilla, iniciamos la ascensión lentamente, casi a tientas, buscando con los pies indecisos el escalonamiento de los primeros peldaños, resbaladizos y gastados.

El calabozo histórico

Poco a poco, la luz que entra por las aspilleras, que formando a modo de una gran línea vertical de luminosos puntos perforan la altitud de la torre de trecho en trecho, empezamos a distinguir, con relativa claridad, el camino por el que vamos subiendo.

Los escalones, con su arista irregular y carcomida, aparecen brillantes, como bruñidos por los pasos de varias generaciones.

Llegamos al primer descansillo de la escalera, donde, en un estrechísimo rellano, aparece una puerta vetusta, surcada de amplias grietas, por las que se ve un cuartucho sombrío, polvoriento y hórrido, como un tétrico calabozo.

Aquella estancia fÚnebre tiene su historia. Es el lugar donde se ocultaban los delincuentes que, huyendo de la justicia, conseguían penetrar en la Catedral, acogiéndose al antiguo derecho de asilo en lugar sagrado.

Refugiados los fugitivos en este calabozo del Miguelete, en el que no podían penetrar los agentes de la justicia, eran atendidos por una Cofradía llamada de la Redención de cautivos, que se encargaba de gestionar el perdón del reo (si el delito cometido por éste era leve), o procuraba conseguir un aminoramiento de la pena, caso de que se tratase de un delincuente grave.

Es de suponer que en aquellos tiempos los ciudadanos pecadores que se echasen escalera arriba del Miguelete en busca del acobijo salvador, recorrerían con maravillosa presteza estos peldaños que nosotros hemos subido poco menos que a gatas.

La vivienda para un “hombre - vencejo”

Seguimos avanzando… “p'arriba”.

Parece que nuestras piernas van pesando algo más que cuando hubimos comenzado nuestra excursión ascensional. Diríamos que sentimos fatiga, y aunque así al pronto esto sonroja un poco a nuestra conciencia de hombres jóvenes y fuertes, pronto nos congratula escuchar que se lamentan del mismo cansancio, y a voces, todos cuantos nos preceden y suceden en el uso de la interminable escalera de caracol. ¡El que no se consuela es porque no quiere!

Vamos pensando en que el día que un empresario instale un ascensor para ver la campana “María”, a perra gorda, se hace rico.

Y llegamos en esto a otro descansillo (¡bendita sea su madre!), poco más o menos como el anterior, esto es, muy estrecho y con otra puerta no tan vieja ni tan agrietada como la del calabozo de marras, pero que tiene en cambio un boquete de varios centímetros de extensión, por el que atisbamos al interior y vemos una vivienda modesta, con tres habitaciones a la vista.

Quedamos un instante meditando sobre si allí vivirá un ser con alma humana o si será un vencejo para tener el nido en aquella especie de altísima grieta de la torre.

Y ¡vamos hacia arriba otra vez!, como dice Ramper.

Campanero y sacristán

Ya falta menos.

Un “estironet”, y ya estamos en el lugar del suceso ese del toque de Gloria.

Nos encontramos en una plataforma, con aspecto de amplio desván, con varios grandes ventanales; junto a cada uno de éstos está una campana.

La estancia se halla atestada de pÚblico, que ha acudido allí con la misma curioseante intención que nosotros. Mientras se aproxima el momento solemne del estruendo, entretiénense las gentes en contemplar las campanas, que, como monstruos de bronce, permanecen aun silenciosos e inmóviles, pero prevenidos para dar el mitin descomunal de un momento a otro.

Uno de nuestros acompañantes nos presenta a un hombre de poca estatura, pero fornidote, que con gesto simpático y jovial, nos tiende la mano.

--Este señor es don Rafael Aguado Romaguera, el campanero del Miguelete.

--¡Caramba, tanto gusto! ¿Usted es el habitante de esa vivienda que está ahí unos escalones más abajo?

--No, señor. Estas habitaciones son, efectivamente, para el campanero, y en ella vivían mis predecesores. Pero yo sólo las utilizo en los días que hace mal tiempo y no puedo estar aquí arriba durante las horas de servicio.

--¿Y donde tiene usted su domicilio?

--Pues yo habito, con mi familia, en un piso de la calle de Campaneros.

--¿De Campaneros? Hombre, sí; eso está bien; nos parece muy natural.

Y seguimos interrogando al señor Aguado, animados por su carácter franco y campechanote.

-- ¿Está usted mucho tiempo ejerciendo aquí de campanero?

-- En el Miguelete, veinte años. FigÚrese usted si les tendré yo cariño a estas campanas.

-- ¡Caray! Como que casi las querrá usted como de la familia.

Sonríe el campanero, como asintiendo a nuestra observación. Y luego, para corroborar lo que se interesa por esas campanas, nos muestra el señor Aguado un libro escrito por él, en el que consta la historia y hasta se puede decir que la vida y milagros de cada una de ellas, así como los mÚltiples toques que con ellas hay que realizar y modo de ejecutarlos.

Repasando rápidamente las hojas de ese libro, nos enteramos que para ser un buen campanero es bastante más difícil de lo que parece, y que la base de ello es saber mÚsica, para coordinar debidamente las distintas notas de cada campana aplicándolas al carácter de los diversos toques.

--¿Y usted antes de venir al Miguelete como campanero se había ejercitado en la profesión?

--Sí; desde niño. Mi padre fue campanero en la iglesia de San Lorenzo. Y yo fui allí campanero y sacristán.

--Como el de la célebre zarzuela.

--Igual. Pero ahora soy campanero solamente.

--¿Y gana usted mucho dinero?

--Regular. Con el modesto sueldo y las propinas de los visitantes de la torre, saco para ir viviendo.

--Que no es eso poco, eso de ir viviendo, tal como están los tiempos.

Las campanas

Luego nos dice don Rafael Aguado unos datos interesantes de las campanas que han de voltear en el Miguelete. Son éstas en nÚmero de once y se llaman María, Jaime, Manuel, Andrés, Vicente, Narciso, Bárbara, Pablo, Andrés, Catalina, Violante y Ursula.

Es una prole metálica bastante numerosa.

Para citarlas, reteniéndolas en la memoria, nos dice el señor Aguado que existe una especie de copla valenciana antiquísima, cuyos versos son los nombres de las campanas:

Ursuleta y Violant,
San Narcís y Catalina,
Bárbera, Visent, Andreu,
Chaumet, Manuel y Maria.

Observamos que en la copla está excluida la campana Pablo; si bien no hemos podido averiguar si es que Pablo “nació” después que la copla, o si es que el coplero estaba reñido con Pablo.

“María”, la de la queda y las Ánimas

La campana “María”, es la postinera de la reunión, la que tiene más cartel, mejor voz y más peso que las otras.

Es toda una señora campana, que pesa la “pequeñez” de doscientas ochenta arrobas. ¡Nada más! Como para pisarle con ella un callo a cualquier amigo.

Esa campana era antiguamente la encargada de dar el toque de queda, con el que se avisaba a las personas que anochecido se hallaban todavía fuera de las murallas, para que regresaran enseguida a la ciudad antes que fuesen cerradas las puertas de entrada a la misma y se quedasen a la luna de Valencia o en su alrededor.

Actualmente la campana “María” es la que da el toque de Ánimas, que es el Último del día, y tras del cual ya no vuelven a sonar las campanas del Miguelete (a no ser por motivo excepcional) hasta el toque del Alba, que es el primero del nuevo día.

La ancianita

Es la campana “Catalina”, que cuenta quinientos setenta y siete años de edad.

Desde luego es más vieja que el Miguelete, pues esa “tobillerita” de “Catalina” era la campana que había en la torrecilla antigua de la Catedral, y fue la primera que se colocó, al ser construida la torre actual.

¡Quinientas setenta y siete primaveras!

Si “Catalina” hablara, sería curioso saber qué opina de la falda corta, el pelo a lo garsón y los chuts por el ángulo.

¡El toque de Gloria!

El campanero pone de pronto a voz en grito un aviso, que pone en conmoción al respetable pÚblico, entre el que tenemos el honor de contarnos.

--¡Prevenidos! ¡Van a dar las diez!

Y como obedientes al mandato, catorce o quince hombres se destacan de entre el grupo y se distribuyen debajo de las campanas, empuñando recias cuerdas que han de hacer voltear a éstas.

A primera vista, parece imposible que haya fuerza humana capaz de mover aquellas moles de bronce. Sin embargo, el campanero nos advierte:

-- ¿Qué no? ¡Ahora verán ustedes lo que es bueno!

-- Oiga, señor, ¿y esos hombres están siempre con usted como ayudantes?

-- No: solamente vienen cuando hay volteo general.

En este momento una campanilla que está en la contigua catedral sobre el cimborio, tintinea, volteando vertiginosamente.

Es la señal que se hace desde el altar mayor de la iglesia.

Inmediatamente, un esfuerzo portentoso del campanero y sus ayudantes al unísimo hace oscilar las campanas, que se balancean lentas como si cabecearan desperezándose… hasta que dan una vuelta pausada… otra más rápida… otra… otra…

Un fragor espantoso, trepidante, horrísono, nos envuelve como si fuese un apocalíptico zumbido que lo dominase todo reduciéndolo a silencio. Es como una vibración inmensa y profunda que retumba haciendo temblar la tierra.

Las campanas voltean, unas lentamente, majestuosas y solemnes, otras más de prisa. “Catalina”, a pesar de su ancianidad, gira bulliciosa y rápida como si hubiese llegado para ella el momento de hacer gala de su agilidad burlándose de sus compañeras, que hasta este momento ufanas todas con su volumen y gran peso quizá miraban desdeñosas a la menuda campana.

Sobre todo la “María”, enorme como un cetáceo de los aires, que da vueltas pausadas, fatigosamente, ayudada por cuatro hombres tenaces y sudorosos, nos parece que debe renegar ahora de sus 280 arrobas que la están dejando en ridículo ante la “Catalina”, que se permite el lujo de ser ¡a su edad! ligerita de cascos porque solo pesa cuarenta arrobas.

A pleno sol

El estrépito horrendo, como de cataclismo, acaba por producirnos a todos la sensación de sordera y mudez absolutas. Es inÚtil que algunos pretendan hablar a gritos, abriendo la boca desmesuradamente. Nada; como si bostezaran en silencio; a nadie se oye.

¡Vaya un remedio para acabar una bronca!

Los que voltean las campanas actÚan esforzados, acomodando sus movimientos segÚn las órdenes que por señas les da el campanero director.

Nosotros, pretendiendo huir de aquel fragoroso estruendo, ascendemos por un trozo de escalerilla y llegamos a la plataforma superior del Miguelete.

Desde allí contemplamos el grandioso espectáculo de la gran ciudad que parece recostada en la vega exuberante y magnífica, limitada de un lado por el mar quieto y azul y de otro por unos montes sumidos en la lejanía.

Desde lo alto, a través del firmamento límpido color de añil, lanza el sol el torrente deslumbrante de su luz cegadora…

La copla de un “valensiá” de cepa

En este momento, haciéndonos sonreír el recuerdo, pensamos en unos versos que no hace mucho vimos escritos como con grueso lápiz en la espadaña de la esbelta y sevillanísima torre de la Giralda.

El estilo es inconfundible de algÚn valenciano de cepa, de buen humor y enamorado del Micalet:

Ya estic en la Giralda,
andalusos fanfarróns…
¡Si vereu el Micalet!...
¡Alló si que té botóns!

La que da la hora

Todavía antes de descender de la torre contemplamos la campana mayor. Esta no voltea, pero un castizo la calificaría como la más flamenca, porque es la que da la hora. Se llama esa “campanita” Miguel Joaquín Vicente y pesa ¡800 arrobas!

¡También es un buen pisapapeles!

Y cuenta con 338 abriles de edad. Tiene más años que la Raquel, nuestra admirada y respetable cantatriz y peliculera internacional.

CAIRELES
“La Voz Valenciana” - Diario Independiente - València - 16/04/1927 - f. 1 y 2
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    Actualización: 19-04-2024
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