Cuenta Alejandro Freije que son sesenta y dos peldaños los que conducen, torre arriba, hasta la campana de la iglesia de San Martín, en Taramundi. Lo sabe bien ya que acaba de cumplir 35 años como sacristán del templo y son innumerables sus ascensos hasta lo más alto. «Ahora ya no subo, con darle a un botón está todo arreglado», precisa. Y es que Taramundi cuenta desde hace unos años con un campanero electrónico cuyo funcionamiento Freije -pese a sus 85 años- domina a la perfección.
Probablemente el de sacristán sea uno de los oficios por los que este taramundés es más reconocido, aunque fueron más los que desarrolló a lo largo de su vida. No obstante, es el de sacristán el único que sigue ejerciendo y lo hace satisfecho. Abre y cierra puertas, se ocupa de encender y apagar las luces, asiste al párroco en la misa, echa una mano en la limpieza, pasa el cepillo y también se arrodilla ante el altar para tocar una campanilla dorada con la que señala el momento de la comunión.
«Sí que me gusta y mientras pueda, seguiré haciéndolo; estoy acostumbrado», explica, al tiempo que duda que sea sencillo encontrar sustituto para su puesto. «Hoy ya no se cree tanto como antes y viene menos gente a las misas», precisa.
Alejandro Freije ya fue sacristán con veinte años en su pueblo, Abraído, donde el párroco le enseñó todo lo necesario para asistir en los oficios. «Cambiaron mucho las misas, antes eran en latín y se misaba de espaldas al pueblo. Luego se pasó al castellano y se empezó a mirar a la gente. Es mejor así porque antes la gente no se enteraba de la mitad de la misa», bromea Freije, quien dice saberse buena parte de las lecturas de memoria. «Hasta me sé la letanía en latín», puntualiza.
Cuando se mudó, años más tarde, de su Abraído natal a Taramundi, el sacristán de entonces empezó a pedirle ayuda ya que con sus años le costaba subir a la torre. Así fue como poco a poco, Freije fue heredando su puesto. «Yo tocaba menos que él y sólo subía para avisar de las horas de misa y cuando había entierros». Y concreta: «A la hora de la misa se daban tres avisos; mucha gente aprovechaba para salir de casa con el segundo ya que sabían que aún faltaba otro para entrar». Freije explica que antes requería más esfuerzo, ya que ahora en el campanero electrónico le basta con tocar el botón número 1 para la llamada a misa; el 2 para el toque solemne; el 6 cuando se muere un varón, el 7 cuando es una mujer la fallecida; y así hasta 9 teclas. «Y tengo que tener cuidado de no confundirme; que el cura reconoce si toco a hombre o a mujer», dice entre bromas, al tiempo que explica que está encantado con el párroco.
La iglesia de Taramundi no tiene secretos para Freije que a veces hizo también de improvisado guía para turistas. Habla de su última reparación y de lo bien que quedó el templo tras la obra. Y también explica, paciente, que en el suelo no se pudo actuar ya que antes, siglos atrás, se hacían enterramientos bajo la iglesia. «Fíjate que el suelo está dividido en piedras grandes que tienen forma de ataúd y además tienen un pequeño agujero para poder levantarlas», precisa.
Pero por llamativo que resulte, ejercer como sacristán fue el menos sacrificado de sus oficios: «Vivía al lado de la iglesia y sólo había que acercarse de vez en cuando y a la vez te daba algo de dinero», explica. El resto de sus horas las dedicó al campo, atendiendo tierras y también ganado. Le gustaba comprar y vender vacuno, aunque no quiere que se le defina como tratante, ya que, explica: «No tenía dinero para hacer grandes compras y sólo podía traer dos o tres cabezas de cada vez». Cuenta que hizo algo de dinero con la trata ya que le gustaba negociar y no se le daba mal del todo, aunque, como es inevitable, alguna vez le falló el buen ojo y la compra no fue acertada.
Llegó a ir a Grado y también a Boal, Vegadeo o el Alto de La Garganta a por ganado. Hacía la compra y luego se las arreglaba para trasladarlo en camión o a pie cuando estaba cerca de casa. El campo y el ganado eran su aportación a la economía familiar, un complemento a la tienda bar que montaron en pleno centro de Taramundi.
Las comidas de Casa Manuela pronto se ganaron buena fama por la buena mano de su mujer para la cocina y sobre todo, cuenta Freije, porque no cobraban en exceso. «Venía mucha gente de fuera porque tenía buena fama, sobre todo el repollo relleno que era su especialidad». El sacristán relata todo esto sentado donde antaño estuvieron las mesas del restaurante, en la planta de abajo de la casa familiar. La barra del bar sigue intacta y también una vieja máquina de café y una antigua radio que a buen seguro ha sido muy buena compañía.
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