REYES RUIZ, Inocencio - La sonrisa de la gladiola

La sonrisa de la gladiola

Los ruidos, los sonidos y los silencios han sido suplantados. En realidad no han desaparecido: el estruendo ha debilitado sus voces; su objetividad audible es la misma pero los sentidos humanos no saben de leyes generales de la naturaleza; las ramas crujen solitarias y el ritmo de la lluvia mantiene sus distintos tiempos, unos amables y otros temibles; la opacidad de los viejos ruidos, sonidos y silencios ha sido causada por texturas arcillosas, oxidación, decadencia del oído, divinización del olvido. Por decirlo así, la ciudad es una competencia de ruidos y silencios, de tiempo vivo y naturaleza muerta, de sonoridades conocidas y sintonías desconocidas.

En una guerra la gente ya no oye los ladridos ni los graznidos; durante el miedo el aroma de los geranios se macula de humo de aceite quemado y el ruidillo de las hojas secas arrastradas por el viento interioriza sus matojos y flirteos; en momentos y lugares donde la violencia se ha apropiado de las calles y de las plazas sólo se oyen los disparos, el ulular de sirenas voraces de sangre. Las campanas de los templos pierden los tonos, las intensidades, los compases y los significados que antes difundían un lenguaje, una señal, una llamada, un misterio. El tañer de las campanas es un enigma tan extático como descubrir que los árboles crecen hacia arriba y cuelgan hacia abajo, como el mechón en la frente de una muchacha triste. Soy un amoroso de los árboles de nogal; caminar dentro de una nogalera en época de floración es conocer el cielo desde dentro; en invierno sus ramas desnudas y larguiruchas dibujan los altos y los bajos de la canción húngara Domingo sombrío. El que ha estado entre nogales sabe lo que digo.

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México, se dice con una metáfora, nació con el repique de una campana y un grito. El repique de campanas, con sus distintos tiempos y armonías, eran anuncio de duelo o júbilo, un llamado a misa o a una rebelión. En condiciones normales, el lenguaje sonoro de los campanarios de la ciudad ha sido parte de nuestra forma de ver, sentir y pensar la vida. Nunca he estado en un campanario, pero desde niño creo que ha de ser como ver la luna desde una estrella, así como lo ven los pescadores el río donde su esperanza de cada día es un zigzagueo moroso y amoroso.

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He conocido personas a las que les molestan los campanarios y el sonido grave o agudo de las campanas. Me enteré de esta molestia en la película Baile con el diablo (Mephisto waltz, 1971). Por cierto, Sergio Pitol escribió un relato estupendo titulado precisamente Vals de Mefisto, en el que la música es la trama, la prosa y el personaje. La película Baile con el diablo fue protagonizada por el excelente actor Alan Alda en el papel mefistofélico y por la también excelente actriz Jacqueline Bisset, la mujer más hermosa y atractiva que ojos refinados y de gusto exquisito hayan visto jamás, al menos desde que los lectores de literatura rusa recreamos la belleza de Bela, “la muchacha preciosa, alta, fina, de ojos negros como de cabra montés que se le metían a uno en los ojos” de Mijaíl Lérmontov (Un héroe de nuestro tiempo) o la hermosa y poética Olenka de Antón Chéjov (Un drama de caza), traducida –¿por quién si no?– por Pitol.

(Valiéndome de una falsificación, tuve la suerte de conocer a Jacqueline Bisset en Cuernavaca (¿1984?), en un descanso durante la filmación de Bajo el volcán. La entrevisté durante una hora, a la vista de unos framboyanes altaneros pero hermosos. La credencial era falsa pero Jacqueline Bisset era una verdad absoluta; además, la prescripción corrió a mi favor y, por otro lado, cualquier juez me habría absuelto al enterarse, no sin envidia, de la finalidad estética de mi triquiñuela. Bisset empezaba a sonreír apretando un poco sus delgados labios; esa era la señal de adviento; luego, así como brota al sol una gladiola, la sonrisa se abría paso lentamente sobre su rostro perfecto; sus cejas ligeramente enarcadas y su aroma a yerbabuena fresca, deslizaba su mirada azul de arriba abajo, así como un trago de buen whisky resbala por la cascada de piedrillas nerviosas y frágiles de la frente).

En la película Baile con el diablo, en un despertar de ambos actores en un hotel mexicano (creo que de Monterrey), a Alan Alda le brota el demonio que lleva dentro al escuchar el tañido generalizado de las campanas de todos los templos de esa ciudad norteña. Casi se vuelve loco. Si la escena se hubiera rodado en Querétaro, creo que Alda no se habría vuelto loco: simplemente habría caído fulminado por el tañer desgarbado y eterno de los campanarios echados al vuelo de nuestra ciudad.

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En el relato Caoba de Borís Pilniak (¿hace falta decir quién es el traductor?) se narra un hecho que, leído a la distancia de tiempo y lugar, es una pesadilla. Una ciudad rusa vivía inmersa en un silencio inmóvil e impenetrable; dos veces al día soltaba un alarido de tedio con las sirenas de sus barcos y el tañido de sus antiguas campanas. Pero en 1928 las campanas fueron decomisadas y entregadas a un trust metalúrgico. Fueron retiradas de los campanarios por medio de poleas, palos y cables, y luego caían al suelo, cantando un lamento secular y soñoliento, un llanto que invadía la ciudad dormida. Cuando las campanas comenzaron sus lamentaciones en las calles reinaba un oscuro silencio, pero al caer cada campana el rugido todo lo ensordecía; incluso el viento escondía sus murmullos fantasmales. Cuando la ciudad despertó, la gente lloró al recordar el lamento de las campanas. Las más grandes y pesadas producían al caer un estruendo como el de un disparo de cañón; se estremecían los vidrios y los nervios; las ventanas vibraban, crujía la madera de caoba y hasta las tinieblas chirriaban de espanto.

Un personaje del relato de Pilniak argumenta que el alimento de la civilización es la memoria: “¿Se imagina las escenas que podrían producirse si por la mañana los hombres descubrieran que habían perdido la memoria y que les quedaban el instinto y la razón pero no la memoria?”

El tañido de las campanas es una forma de respirar la antigüedad. La variedad de sus sonidos son los visados para entrar en los caminos del bosque de los recuerdos. Así es la vida: en la medida en que el tiempo te va arrancando en jirones la juventud, la memoria se va perdiendo y en su lugar aparecen los recuerdos. En la ciudad rusa donde en 1928 morían las campanas, moría también un pedazo de sonido, que es tiempo, moldeado durante cientos de años.

El opaco sonido de las campanas de nuestra ciudad también es una caída en el pavimento; nadie escucha sus lamentos. Los campanarios siguen ahí, como cuevas misteriosas que sólo unos pocos han visto. Ya no hay campaneros como los de antes: hubo un tiempo en que ser campanero no era un privilegio cualquiera; era una actividad artística. Se necesitaba, además de fuerza, un sentido musical que sólo les ha sido dado a los grandes directores de orquesta.

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En el barrio, en una de las esquinas de Arteaga y Nicolás Campa, vivía el campanero de Santa Rosa de Viterbo. El padre Garza dirigía el colegio Salesiano. Después del padre Garza ya nada fue igual: su sucesor, el padre Aznar, cometió el pecadillo de huir con la dueña de la librería María Auxiliadora, pero su pecado mortal fue que despidió, por no sé qué intrigas del sacristán, al campanero, y en el barrio se oyó el lamento quejumbroso de las campanas al caer en el pequeño atrio.

El hijo del campanero, de nuestra edad, era la envidia del barrio: los domingos acompañaba a su padre al templo y subía con él al campanario. Su ilusión era ocupar algún día el puesto de su padre. Lo repetía seguido: “Cuando sea grande, voy a ser el campanero de Santa Rosa de Viterbo”.

Con el hijo del campanero íbamos al Cerro de las Campanas a repicar las peñas huecas que guardaban para sí el testimonio del fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía cien años atrás, pero guardaban con más celo los secretos eróticos de miles de parejas que durante cientos de años ahí mullían su amor. Con varillas o fierros oxidados golpeábamos suave o bruscamente las rocas amontonadas. El hijo del campanero sublimaba los sonidos, pero lo hacía con dos piedras que seleccionaba según criterios que nunca rebelaba. “Escuchen”, decía: armonía, ritmo, melodía.

El hijo del campanero era un verdadero director de orquesta y era capaz de extraer de una piedra la escala cromática, del Do-4 al Do-5, con nítida claridad de los semitonos. Juraría que una vez arrancó de una roca, cubriendo unas partes de ella con tres piedras macizas, el sonido fermata que Paganini se negaba a enseñar. El hijo del campanero se llamaba Fabián; le decíamos de cariño Jaboncito, por aquello del jabón FAB. Fabián estudiaba música con el padre Conejo, pero abandonó la escuela el día que su padre fue cesado como campanero de Santa Rosa de Viterbo.

El hijo del campanero lo sabía todo. Vivía la vida a pasos agigantados. Era el primero en todo, sobre todo en el conocimiento de la música de la naturaleza. Sólo él trepaba a la cumbre de los árboles más altos y desde ahí gritaba no sé qué reclamos al cielo. Era el único que se atrevía a entrar al cuévano más profundo, ubicado unos metros abajo de la capillita que el imperio de Kakania edificó en memoria de Maximiliano. Todo en él era deprisa: dejó la escuela, murió su ilusión de llegar a ser el campanero de Santa Rosa, abandonó el barrio, se adentró en las tinieblas del alcohol. Murió en un pleito de cantina, acuchillado. Apenas tenía quince años. Por esos días la maquinaria pesada invadió el Cerro y destruyó salvajemente las campanas rocosas. También por esos días murió nuestra infancia.

REYES RUIZ, Inocencio

(paréntesis) (19-08-2010)

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