ESTEVE FORRIOL, José - Las campanas de Alaquàs

Las campanas de Alaquàs

Las campanas eran antaño uno de los pocos medios de comunicación en lo religioso y en lo social entre los vecinos del pueblo. Algunos de los toques i de las costumbres relacionadas con las campanas se han perdido. Queremos recordarlos aquí para que al menos no se olvide eso… su recuerdo y el de sus sones vibrantes y rotundos, que aún nos parece oírlos con nostalgias entrañables, evocando aquel Alaquàs de principios de siglo, reposando en serenidad de silencios, apenas rotos por el traqueteo de los carros de labranza, el pacífico deambular de la gente, la trompeta del pregonero y el tañido de aquellas campanas que prevalece entre vivencias y recuerdos lejanos de nuestra infancia.

I

En la iglesia matriz de la Asunción, además de la torre campanario existía el “cimboriet”. En el campanario – como ahora - había dos campanas grandes, de distinta tonalidad (en “la” y en “mi”) y otra más pequeña y cantarina que se designaba de ordinario con el nombre de la campana “de la Mare de Deu”. Todas ellas permanecieron en la torre hasta mediados de nuestra última guerra. Un día fueron arrojadas desde lo alto de la Plaza del Santísimo y allí permanecieron en el suelo hasta que desaparecieron sin que se conociera después su posterior destino. Quizá fueron fundidas para ser aprovechado su metal en la fabricación de material de guerra.

Terminada la contienda, pronto se adquirieron las dos campanas grandes de que hoy dispone la parroquia. Algún tiempo más tarde – alrededor de 1950 - aún se fundió y se bendijo otra campana, mucho más pequeña, donativo de una familia piadosa, que quiso se le impusiera el nombre de “Maria del Olivar Teresa” y que vino a sustituir a la pequeña campana de la “Mare de Déu”, también desaparecida durante la guerra. La tradición popular afirmaba que era la campana dentro de la cual se había hallado, en un campo de olivos, la imagen venerada de la Patrona del pueblo, poco después de la Reconquista de Valencia por el rey Jaime I de Aragón.

Sabemos que a las campanas se les impone un nombre y en su bendición se las unge con el óleo de los enfermos por fuera y con el santo crisma por dentro y asiste un padrino. Por eso la ceremonia en la que se bendicen suele llamarse vulgarmente “bautizo”.

El “cimboriet”, antes citado, hasta hace unos años aún existía, pero… sin campana. Era una espadaña pequeña o pequeño campanario con una sola pared con un hueco para la campana. Estaba situado en el alero del tejado de la parroquia de la Asunción que enfrentaba a la plaza del Santísimo, aunque un tanto alejado de la misma y cerca del testero de la iglesia. La campanita instalada en el “cimboriet” desapareció como las demás durante la guerra y no ha sido repuesta. La pequeña fue derribada y desapareció también cuando, en fecha no lejana, se realizaron obras de reparación en el tejado del edificio.

II

Para las misas de los domingos se convocaba a los fieles, lo mismo que ahora, mediante los tres toques de costumbre, terminado en 1, 2 ó 3 campanadas aisladas, según se trate de la 1.ª, 2.ª o 3.ª y última señal. En cambio, para las misas ordinarias de los días laborables, se hacía una señal con la campanita del “cimboriet”.

En la misa mayor de los domingos y fiestas, al llegar el momento de la consagración, la campanita del “cimboriet” comenzaba a voltear ininterrumpidamente como toque de fondo, mientras un acólito se dirigía a la escalera de la torre, por donde colgaban las cuerdas de las campanas, y atento al toque de la campanita con la que desde el altar se señalaba la doble elevación de la Sagrada Forma y el cáliz, tocaba, con tres golpes cada vez, la campana mayor. Alertados los fieles que no estaban en el templo por estos toques, guardaban respetuoso silencio, interrumpiendo sus actividades; los hombres se descubrían y los labradores que estaban en el campo detenían su trabajo. Era costumbre unirse entonces al momento más solemne de la celebración eucarística, acompañando los toques de la campana con golpes en el pecho repitiendo la palabra “Santo” tres veces. De ahí la expresión vulgar de “pegarse Santos” para significar golpes en el pecho. En las grandes fiestas el “coheter” disparaba varios “tronaors” a cada una de las señales de la elevación, en el “alçar a Deu”.

Diariamente se recordaba a los fieles con la campana “grossa” los momentos apropiados para la oración. Eran los siguientes: el “Ave Maria”, o sea el rezo del Angelus al amanecer (inmediatamente antes de comenzar los toques para la “misa primera”; a las 12 del mediodía, para regular o suspender su trabajo los labradores, y al atardecer, al terminar el Rosario de la tarde en la iglesia. Entrada la noche se tocaba el toque de almas con tres campanadas que los fieles devotos acompañaban con el rezo de tres Padrenuestros, un Ave María y un “Requiem Aeternam”. Otra devoción que aún persistía a principios de siglo era el Rezo de los Siete Dolores de la Virgen, a las tres de la tarde, hora de la muerte del Señor, rezo que señalaba la campana grande con siete toques. El fervor religioso estaba muy extendido por aquella época, particularmente entre las mujeres que solían rezar mucho. Aún hay quien recuerda a la tía Carmela “la de Cosme” y a la tía “Paiportera” (q.e.p.d.) y a tantos otros y otras que se acuerdan de nosotros en el cielo.

Las fiestas patronales y las de San Francisco y San Miguel se solemnizaban, igual que ahora, con volteo general de campanas al mediodía y al atardecer de la víspera y al amanecer, a mediodía y durante la procesión del día propio de la fiesta.

III

El día 2 de Noviembre –día de Almas- se manifestaba igual que el día de Todos los Santos con un campanilleo de inusitada actividad. Toda la tarde de este día con algunos intervalos, doblaban las campanas hasta bien entrada la noche. Era entonces cuando el campanero pasaba por las casas solicitando un pequeño donativo por el esfuerzo que representaba estar tocando las campanas durante la tarde de Todos los Santos y la mañana del día de Almas. La presencia de este hombre, en noche un tanto lúgubre, de triste recuerdos, infundía un cierto desazón en personas pusilánimes y entre la gente menuda, un miedo incoercible que les impelía a refugiarse en los brazos de sus madres, a veces presas del mismo terror que los hijos. El recuerdo de los muertos y la visita al camposanto. El recuerdo de los muertos y la visita al camposanto habían dejado una estela de amedrantamiento y miedo a los difuntos, acrecentando por la oscuridad que entonces predominaba en las casas, iluminadas por la noche por candiles (“cresols”) o linternas que al ser trasladadas de un lugar a otro proyectaban sombras sobre las paredes, como si se tratase de fantasmas. Este ambiente de nocturnidad, de miedo ancestral a los difuntos, provocaba en las almas sencillas un encogimiento del ànimo que en muchos hogares se combatía con algunos entretenimientos y bromas que animaban a las familias. En algunas casas se distraían con “les carasetes”, broma que consistía en prender fuego en un plato o una cazuelita, a una mezcla de sal común y alcohol. Se apagaban las luces y la llama resultante, de un color amarillo pálido, al reflejarse en los rostros de los presentes les provocaba un color cadavérico que impresionaba. Algunos añadían gesticulaciones, con siniestros ademanes que causaban el natural alboroto y algún que otro repeluzno de miedo. Si daba la casualidad que en aquellos momentos se escuchaban golpes fuertes en la puerta y una voz temblorosa –la del campanero- mascullaba entre dientes: “el queixalet podrit a la vora del llit”, el pánico entre los niños era indescriptible. Otras veces todo resultaba ser que, aprovechando la presencia del campanero, era el bromista de turno, el que había asustado a los presentes. Por cierto que aún se guarda memoria del último campanero, ya fallecido: Mariano “Terreola”.

IV

Desde el toque de Gloria, en la misa de la mañana del Jueves Santo, hasta el toque de Gloria a las 10 de la mañana del Sábado Santo, permanecían mudas las campanas y había costumbre de dejar caer la cuerdas por la parte de fuera de la torre. En estos día de Semana Santa, se anunciaban las funciones religiosas con la matraca, que era un instrumento de percusión, formado por varias piezas de madera que al moverse daban un sonido seco y chirriante, lo suficientemente fuerte para que llegaran al oído de la gente. Dentro de la iglesia y en lugar de la campanilla se usaba la “batsola”, que consistía en una tablilla de madera (en cuyo centro se fijaba una barrita de madera) que al manejarse como una campanilla producía un sonido seco y ronco.

La campana pequeña de la Mare de Deu, se tocaba para invitar a la oración, por las mujeres que estaban angustiadas en trance de un mal parto, dificultad ésta que en otros tiempos segaba la vida de muchas mujeres. También sonaba cuando se acercaban grandes tempestades: “les tronaes de Matamón” o cuando se sospechaba riesgo de inminente de granizo. Se comentaba en un pueblo vecino que “els trons anaven cap a d’ells” porque los de Alaquàs los ahuyentaban de su término al tocar la campana.

El fallecimiento de los feligreses se anunciaba mediante un toque previo que llamaba la atención, antes de que con el número de “dencs” se diera a entender si se trataba de hombre o mujer. El toque de atención consistía en tocar las tres campanas una tras otra cada vez a mayor velocidad y al final un toque conjunto de las tres que era el llamado “denc”. Si el difunto era mujer se tocaban 2 “dencs”; 3 si era hombre; 9 si era sacerdote y 21 si era obispo o se trataba del Papa. Mientras el cadáver estaba en cuerpo presente se repetían estos toques coincidiendo con el amanecer, mediodía o la tarde. Por lo general no solían sobrepasar el número de tres, puesto que los entierros normalmente se celebraban dentro de la 24 horas del fallecimiento.

Durante los entierros de párvulos –los “albats”- las campanas volteaban como en las fiestas, a veces, con acompañamiento de música tocando pasodobles. Iniciaba el cortejo una cruz corta de madera plateada a la que seguían niñas y chicas jóvenes con cirios y flores en las manos y a continuación sobre una mesita vestida con una colcha blanca, descansaba el pequeño ataúd. Los sacerdotes, con ornamentos blancos cantaban el salmo festivo “Laudate Dominum” y el “Gloria Patri…”, en vez del “Requiem Aeternam”. Cuando la comitiva se había retirado de la casa mortuoria, se obsequiaba a los presentes con un pequeño refrigerio, a base de chocolate. Cabe decir que el aviso del fallecimiento de los niños de corta edad, estaba a cargo, generalmente, de un niño o niña de la familia y el comunicado más o menos era éste:

- Ave María Purísima

- Sin pecado concebida

- Ha dit ma mare que s’ha mort el meu germanet o germaneta.

Y la contestación obligada era ésta:

- Angelets al cel.

Se trataba en efecto de niños inocentes, de cuya salvación eterna no cabia dudar.

En cambio, los entierros de las personas adultas se celebraban con grandes manifestaciones de duelo. Se solía amortajar a los difuntos con hábitos de Santos o de la Virgen según fueran hombre o mujer, por ejemplo: San Francisco de Asís, San Francisco de Paula, la Virgen de Agosto, de los Dolores, del Carmen, la Purisima, etc.

Una costumbre que se perdió a principio de este siglo era cantar el Trisagio a varias voces y en ocasiones con acompañamiento de varios músicos, en la casa mortuaria, cuando el difunto estaba de cuerpo presente por la noche. El efecto del coro y la música, en el silencio y la oscuridad de la noche, era profundamente impresionante. Asi eran las costumbres de entonces.

La salida del Clero de la iglesia en dirección a la casa del difunto se anunciaba con un toque breve de la campana del “cimboriet”. A veces acudían “cabiscols” de Valencia, cantores de coro que con sus voces de bajo y revestidos de sotana y sobrepelliz, cantaban en la ceremonia. Al salir de la Iglesia se recitaba en voz muy grave el salmo “De profundis”. En ocasiones, detrás de la cruz procesional y delante del Clero, se invitaba a que formaran con cirios comunidades religiosas como las Operarias Doctrineras o las Religiosas Oblatas, si se trataba de una difunta; para un difunto se solía invitar a los Terciarios Capuchinos de Torrente y si era un jovencito se hacía venir a los Niños del Colegio Imperial de San Vicente de Valencia, a los que se obsequiaba, si el entierro era por la tarde, con una merienda, en casa distinta a la del difunto.

La presencia del Clero en la casa del finado, ante el cadáver, daba lugar a gritos de dolor y lloros, entremezclados con frases tiernas de despedida que hacían acongojar a los espíritus más fuertes y templados. A hombros de familiares o amigos se llevaba el féretro al “cobertís” (cobertizo entre la puerta de la Iglesia y el castillo), depositándolo sobre unos caballetes de madera, donde se responsaba. Desde aquí hasta el cementerio, se detenía la comitiva tres veces, en la calle Mayor, para rezar, si así lo había pedido la familia , tres responsos: “Qui lazarum”, “Ne recorderis” y otro responsorio aplicado al difunto. A veces se descansaba al difunto en el “piló”, un pedestal alargado de ladrillo, al comienzo del tramo recto que llevaba al cementerio y allí se despedía el duelo y en ocasiones en el mismo cementerio.

Tambien fueron las campanas voces alertantes para pedir la ayuda a los vecinos en casos de extrema necesidad como inundaciones la temida “rambleta de Aldaya” – o el “tocar a foc” cuando una campana tocaba a rebato y los vecinos, formando largas colas con pozales y otros recipientes se pasaban de unos a otros el agua para apagar las llamas…

Siempre fueron las campanas vehículos de comunicación para el pueblo, en aquel tiempo en que los medios de difusión de noticias eran prácticamente desconocidos, excepto las cartas, excepcionalmente los telegramas y algún raro periódico que leían contadísimas personas. Huelga decir que ni la radio ni la televisión existían y acaso no aún se imaginaban.

Hemos querido en nuestro relato , recordar costumbres y hechos de tiempos pasados, en relación con las campanas, pregoneros de bronce que, desafiando el paso de los años, permanecen en lo alto de sus torres, vigentes, bien templadas e inmarcesibles. Su origen se pierde en la neblina de los siglos y fueron y son hoy, la voz de la Iglesia convocando a los vecinos, viviendo sus vicisitudes, celebrando sus fiestas y alegrías y consolándoles en sus horas bajas de dolor o aflicción, como la vida misma. En sus esbeltos y airosos campanarios, muy cerca de las nubes, permanecen las campanas, con sus tones graves o repiques cantarines, como cimera sonora, como atalaya espiritual, testimoniando una religiosidad henchida de valores eternos.

ESTEVE FORRIOL, José

Quaderns d'Investigació d'Alaquàs (1992) (21-06-2012)

  • Parròquia de l'Assumpció - ALAQUÀS: Campanas, campaneros y toques
  • ALAQUÀS: Campanas, campaneros y toques
  • Toques manuales de campanas: Bibliografía

     

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