FLÓREZ, Aurora - Antonio Mendoza, tradición y oficio en las campanas del Salvador

Antonio Mendoza, tradición y oficio en las campanas del Salvador

El único campanario manual de Andalucía es el de la Colegial y está en manos de este hombre, que acaba de restaurar los bronces y yugos que tañe todos los días











Antonio Mendoza custodia desde hace décadas el único campanario manual de Andalucia, del del Salvador, cuyos bronces y yugos acaba además de restaurar - Autor: SERRANO, J. M. / ABC SEVILLA

Antonio Mendoza Vázquez subió por primera vez al Giraldillo por el cable del pararrayos cuando tenía 19 años. Tres años antes había muerto su padre, Antonio Mendoza González, conocido en Sevilla como «el hombre mosca», del que heredó el trabajo y el privilegio de tañer las campanas de la Colegial del Salvador y de restaurar, fundir y mantener los bronces de las torres y espadañas de los cielos de Sevilla, oficio y amor que ha enseñado a sus hijos, Antonio Jesús y David. Son vivos exponentes de una saga que se inició en el siglo XIX.

El bisabuelo, Antonio Mendoza Haro, se casó con la hija del campanero del templo, después, al frente del toque de campanas siguió su hijo, José Mendoza Martínez. Hoy, adaptados a los tiempos nuevos y las tecnologías para atender relojes y campanarios de toda España, los Mendoza llevan a gala el honor y el privilegio de tañer sus campanas a mano y de montar a escuadra y cartabón la rampa del Salvador, ese símbolo efímero que anuncia cada año la Semana Santa.

En el Patio de los Naranjos de la Colegial se alza el campanario, en lo alto de la casa de Antonio Mendoza, capiller del Amor, al igual que lo fue su padre. Por unas escaleras irregulares se llega arriba, donde el celaje son cuerpos de las enormes campanas y desde donde, al mirar hacia abajo desde los 38 metros de altura, se abarca el mundo cercano y la gente empequeñece.

Antonio Mendoza ha cumplido 64 años de vida de artesano y volatinero de los cielos del Salvador. Las siete campanas que cuida y tañe, de porte catedralicio y fundidas entre 1600 y 1700, tienen sus nombres: San Andrés, San Fernando, San Cristóbal, San Juan, El Salvador, que se partió y volvió a fundir su abuelo en el mismo Patio de los Naranjos a principios del siglo XX; San Salvador, la mayor de ellas y que llaman Porrón, de 7.800 kilos; y la de Fuego, la más antigua, son parte de su familia, al igual que la vieja matraca que antaño sonaba desde la torre para buscar silencio en la semana de la Pasión de Cristo y recrear los temblores de tierra del Oficio de Tinieblas.

En estos días pasados, él y sus hijos han remozando estos enormes esquilones, limpiándolos, engrasando sus rodamientos y ejes, los yugos de encina, originales del siglo XVII; dándoles pintura y protección, y poniendo nuevas sujeciones para los badajos. No emprendían una operación de este calibre desde hace 25 años, en 1992, aunque la atención a las campanas, que hay que apretar en verano y aflojar en invierno, es constante y diaria. Ni en Sevilla ni en Andalucía tañen a mano las campanas nadie más que ellos, con la maestría de imprimirles mayor o menor velocidad e intensidad y reproduciendo el lenguaje de los toques que ha ido pasando de padres a hijos. Los nuevos tiempos fueron trayendo la electrificación y después la informatización, «porque ya no hay personas que se dediquen a esto».

Los Mendoza preservaron su tradición en la Colegial del Salvador, y, a la vez, se adaptaron a las necesidades y obligaciones tecnológicas. También están ahí, rehabilitando, fundiendo campanas, montando pararrayos, restaurando y automatizando relojes monumentales e instalando megafonía por toda España. Las campanas de iglesias, capillas, hermandades y parroquias de Sevilla han pasado por sus manos, incluidas las de la Giralda, y siguen actualmente con las de San Vicente, la capilla del Carmen, San Bernardo, San Pedro, San Gil, la basílica de la Macarena, la del Gran Poder, San Lorenzo, además del resto de la provincia, Huelva, Córdoba, Málaga, que visitan anualmente para su mantenimiento. Son «miles de campanas», dice Antonio en el despachito de entrada de su casa, rodeado de recuerdos, como la reproducción de una hoja de azucena de la Giralda, que le regaló el propio Marmolejo; premios y fotos de su padre, suyas, de sus hijos, todos encaramados a cúpulas y torres como funambulistas de lo imposible: «¿Vértigo? No podría tenerlo. Y menos, miedo. El vértigo es el miedo», asegura Antonio Mendoza, cuya familia también conserva la vertiginosa afición antigua de las «echadas», en las que al iniciar el volteo, antes de salir de los arcos las campanas, se hace contrapunto con el cuerpo sobre él. Estos hombres vuelan con sus campanas, las mismas que ponen la banda sentimental de aire antiguo llamando diariamente a misa, repicando, alegres, para los cultos del Amor, Pasión y el Rocío, y tristes cuando tocan a difunto.

FLÓREZ, Aurora

ABC Sevilla (03-01-2017)

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