ROZALÉN MEDINA, José Luis - Las campanas como símbolo

Las campanas como símbolo

Hace unos meses, con motivo de la celebración de las Jornadas “Escultura y Campanas”, Madrid llenó sus cielos del cálido y reparador sonido de las campanas. Más de cien campanas de las iglesias más emblemáticas de la capital, entre ellas las de la catedral de la Almudena, inundaron el aire del atardecer con sus voces de terciopelo y bronce, llevando a los madrileños un mensaje de concordia, paz y religiosidad en medio de la furia y de la irritación permanente en que vivimos. ¡Ojalá se repitiese más a menudo esa experiencia! Porque yo creo que es urgente volver a escuchar el toque sereno y conciliador de las campanas en este tiempo nuestro áspero y sordo para los “sonidos del espíritu”, para las “músicas” de la concordia y la solidaridad.
En las ciudades grandes, en épocas de aceleración y barullo, de frivolidad y de ruidos, es difícil escuchar el toque de las campanas, como es difícil oír el rumor del viento en una alameda, el borbotear de una fuente solitaria o el cantar de los pájaros al amanecer. Y sin embargo, necesitamos "como agua de otoño” (y “de invierno”, y “de primavera”, y “de verano”…) escuchar de nuevo el toque de las campanas, no como un intento reaccionario de volver a la pequeñez del campanario ni a la estrechez de miras del montaraz villorrio, sino porque el corazón de las campanas es amplio, universal, amable, espiritual, acogedor…, porque es símbolo permanente del entendimiento entre los hombres y mujeres de buena voluntad.
En Innsbruck, en un reciente viaje que hicimos a El Tirol y sus alrededores, al pie de las faldas gigantescas y nevadas de Los Alpes, se alineaban a la entrada de una “fábrica de campanas”, adormecidas, en hilera, esperando el badajo despertador que las sacase de su modorra de metal y frío, decenas de ellas, mientras los artesanos nos explicaban el proceso de su fundición. ¡Y qué bien sonaban en el inmenso valle austriaco las campanas, aquellas que ya estaban colocadas, como vigías de las altas montañas y de los hondos valles, en lo alto de las bulbosas y elegantes torres de la ciudad! ¡Cómo se extendía, sembrando la paz por doquier, el tañido evocador de sus metales!
Nos dijeron en esta fundición que el origen de las campanas se remonta a los tiempos prehistóricos, que en la antigüedad se llamaba “glocca”, “signum” o “nola”, y que para fabricar una campana hay que trazar primero su “silueta”, luego se construye el “molde” (compuesto de “núcleo”, “falsa campana” y “cobertura”), y, por fin, se vierte el metal fundido en el espacio que deja libre la “falsa campana”, surgiendo, después, la “verdadera campana”. Nos mostraron las distintas aleaciones, composiciones y formas, los diferentes timbres y sonoridades...
Allí comprendí que la campana es mucho más que "un instrumento de percusión, de metal sonoro (bronce, plata) en forma de copa invertida, que se pone en vibración golpeando la superficie interna con un badajo que pende de una anilla a la que está sujeta", como la define el diccionario de la lengua española. Allí comprendí que la campana es un símbolo, un aliento, una vibración que en palabras de Hegel, "nos recuerda con su tintineo que la aventura del hombre no es inútil"
Viajando en otra ocasión al espléndido Museo de Campanas de Urueña (Valladolid), nos explican (entre otras muchas cosas) que ya en el Libro del Éxodo 28, 33-34) se dice que el Sumo Sacerdote debía llevar en su túnica una “campanilla”; que los romanos convocaban al pueblo a actividades públicas con unas pequeñas campanas o “tintinabula”; pero que fueron los cristianos los que usaron la campana para convocar al pueblo a la oración y por eso su sonido comenzó a equipararse con la “voz de Dios”; de ahí que la palabra que designaba este instrumente era “signum” y solo posteriormente se introdujo el término “campana”, tal vez originario de La Campania, región italiana famosa por sus bronces.
La historia de las campanas está llena de misterios y leyendas. En sus oídos de verdosa melena las golondrinas y las cigüeñas viajeras han ido susurrando en las largas horas del estío las mil historias que han aprendido en sus periplos y viajes. Faros permanentes de los pueblos, anclados a la orilla de un mar de tejados terrosos, grises o rojizos, que lanzan, intermitentes, aliviadoras, ráfagas de luto y alegría, de tristeza y gozo, de pena y esperanza a los cuatro puntos cardinales.
Campanas colgadas en esbeltísimas agujas góticas, en austeras y bellísimas torres románicas, en bizarros campanarios renacentistas coronados de nobles balaustradas de piedra dorada, en elegantes campaniles, en solitarias espadañas... Campanas de recoletas ermitas, campanas solemnes catedralicias, campanas de convento que tocan a maitines y acunan al ciprés solitario y espiritual… campanas que nos invitan a la oración, a dar gracias a Dios por cada amanecer… Campanas de barco en alta mar a punto de naufragar, campanas de regocijo al llegar a puerto…

ROZALÉN MEDINA, José Luis
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    Actualización: 28-03-2024
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