DÍAZ DE TERÁN, Gloria - Las campanas de la señora Paulina

Las campanas de la señora Paulina

La recuerdo pequeña, bajita, con una carita redonda inundada por una suave sonrisa, con sus faldumentos negros hasta el suelo, sus manos siempre templadas.

Yo tenía ocho años y mi mundo aún y afortunadamente, no entendía de realidades. Ese quizá fuese el motivo por el que en alguna ocasión le preguntase a mi madre por qué la señora Paulina estaba siempre sola. Mi madre me contó, bajito y con cierto aura de secreto que Paulina, en su juventud, tuvo un hijo y lo llevó a la inclusa. ¿Qué es la inclusa? –pregunté- Mi madre me dijo que era un lugar donde se dejaba a los niños que, por alguna razón, no se querían o no se podían atender. Allí serían cuidados o dados en adopción. Ese hecho no fue perdonado por su familia, con la que perdió todo contacto y la gente del pueblo que sabía la historia, tampoco la trataban de buen grado.

Sentí mucha pena, yo la quería y no era familia mía y no entendía que aquel suceso fuera motivo de desprecio por parte de los mayores. Después de saber eso yo la quería aun más y me sentía feliz de entender que compartía ese sentimiento con mi madre.

Por las tardes, cuando llegaba del colegio, mi madre me esperaba con la merienda preparada y también una tarea para hacer:

- Tienes que ir a ver a la señora Paulina. Mira si hace falta que le compres algo y si no, la haces compañía un ratito.

Cogía el bocadillo, que iba comiéndome de camino. Llegaba ante aquella puerta inmensamente grande, de la que una mitad estaba siempre cerrada, fija, y la otra mitad se dividía en dos partes, la de arriba que siempre se encontraba abierta y la de abajo, que estaba cerrada con una aldaba. La llamaba: -¡Señora Paulina!.

Si se encontraba cerca, me contestaba y venía a abrirme, si estaba lejos oía su voz: -Mari Juana, entra.

Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para remontarme y desechar aquella aldaba, pero lo conseguía y me diría hacia donde había oído la voz.

Por cierto, que mi nombre no es Juana, pero ella me llamaba así y lo hacía con tal cariño, que nunca la rectifiqué.

- Buenas tardes, ¿cómo está?. Dice mi madre que si quiere que vaya a algún recado.

Sentía su caricia mientras me contestaba: – No, mi niña. Esta mañana he podido salir a comprar. ¿Te quedas un poquito?

- Sí, -contestaba yo-.

- Pues, siéntate y arrópate con las faldillas, que tengo buen brasero. Estaba leyendo El Promotor, tiene unas historias preciosas. Voy a leerte esta que trata de un niño que se pierde en el desierto.

Me sentaba a su lado y la escuchaba con todos mis sentidos. Tenía razón: todas las historias eran maravillosas, por lo menos, lo eran para mí. Otras veces me leía alguna poesía. Si me gustaba mucho se la pedía, ella cortaba la hoja y me la daba, para mí era un regalo, la cogía y corría hacia mi casa donde no paraba hasta leérsela a mi madre y a cada uno de mis hermanos. Lo mismo sucedía con las hojas del Calendario Zaragozano. Ella leía cada día la correspondiente a la fecha, después la arrancaba y la metía debajo del tapete de la mesa. Allí tenía muchas, a veces me leía una, dos o tres, pero después sólo me regalaba una. Yo querría habérmelas llevado todas, pero ella solo me daba una cada vez. Ahora lo entiendo, eran mi cebo.

Enfermó, y mis visitas se hicieron mas frecuentas y a diferentes horas del día, iba por la mañana, antes de irme al colegio, al mediodía incluso la llevaba la comida que mi madre ya tenía preparada. Con ese motivo pude ir conociendo aquella interminable casa que era inmensamente grande y con muy poquita luz. Primero estaba el portalón, suelo y paredes de piedra y un techo para gigantes, porque era altísimo. A mano derecha una puerta con arco daba a un largo patio al aire, al principio de éste, una habitacioncita, era el comedor y la sala donde yo acompañaba y escuchaba a Paulina y al fondo de este patio, otra habitación, recuerdo en ella trastos y cajas. Volviendo al portalón de frente a la puerta estaban unas anchas escaleras y al lado de éstas, en una especie de pendiente hacia el fondo, una puerta y tras ésta, lo que Paulina utilizaba como cocina. Bajé con ella alguna vez, dio la luz pero no llegaba a verse toda la estancia, tan solo veía, aquí al lado de la puerta una pequeña cocina de gas, lo demás era oscuro y me producía miedo. Subiendo las escaleras estaba su dormitorio en el que me pasaba lo mismo que en la cocina, lo único que distinguía era la cama y la mesilla, que estaban a la misma entrada, lo demás eran tinieblas sin fondo que me producían la misma sensación de miedo.

Continuas a la habitación había dos puertas más, que nunca supe que había tras ellas, ni tuve la menor curiosidad por saberlo, pues a mí me sobraba toda la casa, más de una vez pensé que si yo viviera allí, me limitaría a usar tan solo el comedor y en él comería, guisaría y dormiría, porque el resto de la casa me causaba pavorosas impresiones, más tarde cuando la señora Paulina, me contó el gran secreto de las campañas, supe que a ella le ocurría lo mismo, y a esos secretos accedí, casualmente, una tarde que ella estaba en la cama y me pidió que la trajera, no sé ahora mismo el qué, pero que estaba en la cocina, no hizo falta que la dijera nada, ella me vio el miedo, entonces cogió mi mano entre las suyas y me dijo:

- Cuando salgas de la habitación, toca unas cuantas veces la campana que está aquí mismo a la bajada de las escaleras, y verás como su melodía te acompaña y protege hasta que regreses.

Así lo hice y fue cierto, en todo momento, me sentí acompañada por el sonido de aquella campana.

Observé que en la mesilla también había una campanita pequeña y la pregunté: - Señora Paulina, ¿es que cuando duerme también tiene miedo?

- No, Juana, esta la tocaba cada mañana al levantarme para llamar a la alegría, pero ya no la toco.

- ¿Por qué? – dije yo.

- Porque ya no me levanto, hija, y a la alegría no le gusta estar en la cama.

- ¡Pues cúrate y vuelves a tocarla!

Ella me respondió con una suave sonrisa

- ¿Y la campana del comedor? Allí, siempre hay una encima de la mesa – dije, con curiosidad.

- Ah, esa es para espantar la soledad

- ¿La soledad? – mi curiosidad, lejos de saciarse, aumentaba- ¿Se espanta la soledad?

- Si, mi Juana, - me respondía con cariño-. Yo toco la campana, después me pongo a leer y todos los personajes de las historias me hacen compañía.

Lejos estaba yo de pensar que las campanas hacían tantos servicios. Aunque con la señora Paulina no me extrañaba mucho, ella era un ser especial.

Aquella mañana, mi madre, llorando me dijo, que la señora Paulina había muerto. Para mí la muerta aún era cosa de mayores, yo sinceramente, sentí alivio, me la imaginé volando hacia no sé que sitio, pero feliz, ya no sentía miedo y nunca más estaría sola, además se había librado de esa enorme casa.

Al mes siguiente, una tarde cuando regresé del colegio, vi con asombro, sobre la mesa, en la cocina de mi casa “EL PROMOTOR” y con el nombre de la señora Paulina. Creí que nos lo había enviado ella desde el cielo, corrí a decírselo a mi madre y me chafó el milagro, había una explicación sencilla, mi madre había adoptado su suscripción. De todos modos tenía su encanto, porque durante mucho tiempo seguimos recibiendo la revista con su nombre.

Otro hecho curioso era que cada vez que pasaba por la casa, oía la campana de la escalera, pensaba que la señora Paulina la hacía sonar que yo nunca tuviera miedo. Esto no se lo decía a nadie, tal vez fuera sólo fruto de mi imaginación, pero sinceramente, yo lo oía.

Pasó el tiempo y a los veinticuatro años no me quedó más remedio que creer en los milagros, que a veces los mayores preferimos llamar casualidades, pues esa casualidad hizo que yo regresara a pasar las vacaciones de Navidad al pueblo y pasara por la casa de la señora Paulina, ahora convertida en un montón de escombros en los que una máquina trabajaba, retirándolos de un lado a otro. Mis ojos fueron a parar a los dedos de la pala de aquella grúa y no pude evitar gritar desesperada: ¡Señor, espere, por favor, señor, espere!.

- ¿Qué ocurre? – me contestó el señor, entre asustado y sorprendido.

- Por favor, déjeme coger ese hierro negro que está ahí y le señale hacia la pala

- No, usted, no puede entrar ahí, es peligroso.

- ¡Por favor, se lo ruego! Tengo que coger ese hierro, es una campana.

- Está bien, iré a por ella.

Se bajó de la grúa y se dirigió a los escombros, le vi tirar del hierro y efectivamente era lo que yo pensaba.

- Tenga, pero esto no vale para nada, esta hecho una mierda

¡Qué pena! – pensé- este pobre hombre no conoce la magia de las campanas. De todos modos, le di mil veces las gracias. Llegué a mi casa con el mejor regalo de Navidad entre las manos.

Ahora, a mis cincuenta y ocho años, con mi nieto pequeño en brazos, al que entretengo yendo y viniendo hacia mi cuarto a tocar la campana y al mayor contándole esta historia, sólo espero y confío en que Paulina desde algún sitio, escuche su melodía y sepa que le impuse a esta campana todos los usos, que me sirvió, como a ella, para llamar a la alegría, ahuyentar a la soledad o protegerme del miedo, incluso para inventar buenas historias con las que impresionar a mi familia y amigos, cuando me preguntan, curiosos por el motivo de tal objeto. Pero solo ella y yo sabemos que ésta es la verdadera historia, de la que siempre ha sido “LA CAMPANA DE LA SEÑORA PAULINA”.

DÍAZ DE TERÁN, Gloria

acaba.es (2000)

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