LONGO, Luciano - De villa a ciudad en los albores del siglo XX:

De villa a ciudad en los albores del siglo XX:

La novela del escritor rancagüino Oscar Vila Labra, Velan las campanas, es un rico tesoro lleno de recuerdos del pasado, que permiten remontar el origen de esta ciudad y abordar el sentido capítulo de la identidad local, con las licencias de la literatura. Su autor, integrante del grupo de Los Inútiles realiza aquí una oda a su ciudad.

aminando por las tardes todavía apaciblemente veraniegas de Rancagua, en mi calidad de urgentísimo transplantado tal vez temporal, es imposible no imaginar esta ciudad más apacible y pausada. Sus casas de adobe todavía mantienen ese aire novelesco, de realismo social o costumbrista, los rasgos del Chile republicano de Blest Gana, Baldomero Lillo, Oscar Castro y González Vera todavía revolotean por aquí, entre la Iglesia de la Merced y la Alameda, o desde la calle del Estado al poniente, veo casas de pilar esquina a punto de sucumbir ante la faraonia del mall, añosos robles sobrevivientes entre edificios de espejo y luces fluorescentes, podrían perfectamente merodear aún espíritus locos como los de esos viejos escritores, seguidores algunos de Bakúnin y Tolstoi, creyentes irredentos de La conquista del pan y de la huelga general, lustrabotas ilustrados, sastres filósofos, carpinteros sabios, eruditos profetas del futuro, enamorados cantores de la rosa que es una rosa es una rosa.

Florecen en mi imaginación los sueños de ustedes, próceres tal vez no tan olvidados como cree la academia… cantores de cuecas y parabienes, de tangos y zarzuelas, de valsecito y comparsa, de generosos requiebros para las muchachas, pero también duros mostradores de dientes y puños a los poderosos y arrastrados. Inconcientes acólitos de Martín Fierro, (después de Dios, ¡a ni’uno respeto!), son todos ustedes, caballeros de chingana, de biblioteca y de club.

Con su copa de “rotten sour” , los imagino a algunos, atravesando Independencia, de lado a lado, con sombrero de copa, pipa y bastón, desordenando la noche ha estado serena, después de una de esas tertulias de mistela y anisado, epatando a la antigua puebla de Santa Cruz de Triana, que aún a pesar de sus sonrojos de entonces, conserva hoy algunas de sus paredes ese carácter que confirmó a la República como una tierra formadora de hombres de bien, sin importar su origen, capaces de -mediante una simple tertulia-, charlar con Zeus (¿debo decir Homero?) y Voltaire, metiendo en la conversa a Cátulo, Napoleón, César y don Otto.

Aunque es muy posible que aquellas disputas las terminara el primer Diógenes capaz de encontrar un nuevo barril de algún mosto del año que degustar, el libertario oficio de nobles ociosos que ejercíais entonces, está hoy en las bases de nuestras instituciones, en los textos de colegio de nuestros hijos, y en el ADN de la patria. los_intiles.jpg

En una de aquellas caminatas vespertinas por la Rancagua de hoy, una esquina en particular la librería de textos usados llama violentamente a las arterias de este transplantado tal vez por breve tiempo. Es poco más allá de la Iglesia de La Merced, aquella donde –han dicho rancagüinos que conversan aún- se refugiaron los patriotas. Poco más allá digo, la librería de viejo encierra tesoros inescrutables…

A una cuadra de las campanas que ya no suenan porque las derribó el derrumbe de la casa de adobe que colindaba con la iglesia y si sonaran se caerían iglesia y torre..., la librería habla en silencio. Si las librerías de viejo fueran álbumes de fotos, tendrían un perro y un hombre junto a un gramófono en la puerta, como los de los discos RCA. Allí dentro, es la propia Rancagua la que acude a la voz del amo desde el polvo de las estanterías. Un ejemplar de El niño que enloqueció de amor del año 40 –en cualquier librería esta joya cuesta 10 lucas, aquí la lleva por tres… (lleve de lo weno)- una joya de la literatura de mujer chilena, Historia de mi vida, de María Flora Yañez, las originales memorias de González Vera Cuando era muchacho y, ¡oh!, honor y suerte para el afuerino: Vuelan las campanas, la historia de Rancagua desde el cambio de folio del 900 al XX, en voz de Oscar Vila Labra, uno de Los Inútiles, que así se llamaban esos primeros tipógrafos-poetas-periodistas- de la revista Verbo, a cuyas damas Oscar Castro enmudecía con su no me olvides, en las mistelas rancagüinas.

La novela de Vila –de madurez, tuvo que dictarla en 1985 pues ya estaba ciego- contiene los recuerdos de este Premio Regional de Literatura, acerca de dos grandes personajes rancagüinos, héroes fundadores de esta ciudad puerto-minero-agrícola-industrial que fueron Mr. William Spruille Braden (en persona ya bastante novelesco) y Juan Nicolás Rubio, transfigurado según lo exige algún plan decimonónico que ya nadie recuerda, en Francisco Tomás Perez, ingenioso empresario de la industria conservera, que imaginó al valle multiplicándose sicodélico en mantos terrestres infinitos de duraznos perfectos, eternos prados infinitos y rosados desde Machalí a Graneros, con el fin de exportar las mejores frutas en su jugo, según los nuevos métodos científicos- de aquel fruto que da vida al ponche y a todo tipo de sangrías. Para don Nicolás, seguro la peor pesadilla sería que debajo de sus plantíos de duraznos encontraran cobre o peor, oro, pues la tierra está ahí sólo para esos colorados melocotones o no está.

Según la novela, fáustica fue lucha que se libró esa noche del cambio de siglo en esta tierra entre el ingenio del progreso minero de los Braden, que muchos temían que devastaría el paisaje y llenarían de humo cáustico la suave brisa de abril, versus las praderas de frutos dulces como la miel, rosados como los pechos de las mujeres, las operarias de don Juan Nicolás que le darían esos cien hijos que hoy son el alma de Rancagua. Esa batalla a muerte no estaba en el pacto con el malulo de este criollo enamorado, de las mujeres de su tierra y de la nueva invención de la fruta hervida y envasada en su jugo al vacío.

antiguas_20.jpg Quien sabe, tal vez el as de ese juego de póker estaba más bien entre las cartas de Mr. Braden, a quien pronto verían encender los pastos desde Sewell hasta Graneros con sus lingotes rojos como el vino y como la sangre de sus mineros hasta el mar, con su luz eléctrica diabólica, más aún que el carruaje de don Nicolás recogiendo muchachitas sobre los adoquines. Los gringos de Mr. Braden en cambio no tendrían tiempo para al amor, ni siquiera el de las muchachas rosadas como los duraznos, justificando supresencia en este legano terrón del mundo, en otros mares y bolsas lejanas de metales, con el ruido infernal de las máquinas chancadoras, y las fraguas ciclópeas que darían a luz los lingotes de rojo metal.

“Así muere la tarde otoñal en Rancagua. El hombre ama la tierra, al sol a los árboles y a los viñedos. Sus habitantes han sido y siguen siendo un tanto paganos. No aman a dioses inmóviles, grávidos de los altares. La lucha los ha obligado a retroceder a su origen indígena, y si de su parte estuviera, tendrían un dios de los truenos, un dios de los relámpagos, un dios de las lluvias, para adorar, por sobre todo, al dios de las cosechas”.

Todo esto ocurría durante el cambio de siglo, mientras volaban las campanas de la Iglesia de La Merced, que marcaban el ritmo cancino de la ciudad agrícola, que ya pronto se llenaría de gringos bebedores de whisky, liberales y risueños, a diferencia de la morenía chilenera, compungida y católica (aunque Vila la ve más bien pagana, adoradora del dios de las cosechas), siguiendo los pasos del diablo, don Nicolás y sus encuentros nocturnos en su mansión de Membrillar y Freire, donde hoy apenas dos palmeras perdidas en el estacionamiento de un supermercado dan fe de que allí estuvo en verdad la casa del brillante empresario conservero de fama internacional.

“La vida de Rancagua es regulada por las campanas de tres iglesias. Las que imprimen su ritmo desde la torre de La Merced son las de más sonoridad. Allí hay una grande, de bronce, que cuando el campanero la limpia desaparece en ella como un socavón de una mina”, comienza la novela.

Pero las campanas de La Merced ya no suenan como en aquel tiempo marcando la hora del Angelus... Tal vez por eso los rancagüinos ya no conversan con el afuerino. Charlan, a lo más, como el CD que hoy reproduce desde la magia del magnético sonido de esas campanas tal vez patriotas. Sus voces son como el eco de un pasado que casi nadie recuerda. ¡Ya nadie llama a cruzada en esta cruz santa de Triana! El desteñido sonido grabado de las campanas de antaño ni siquiera alcanza a escucharse en la calle de Juan Nicolás Rubio, a apenas tres cuadras de la iglesia.

Al caballero del carruaje que tanto temían las monjas, se le debe el haber sido el primer empresario agrícola exportador de esta tierra, y su leyenda novelada en Vuelan las campanas lo retrata “en su residencia, en aquel caserón separado de la calle por cincuenta metros de arboledas y jardines, contempla, desde su silla de extensión, el titilar lejano y adormecido de la Cruz del Sur, Le encanta la noche. Para él belleza y sosiego se complementan, y su mayor placer consiste en dejar que su muelle coche negro corra por las calles de Rancagua”.

“Es un hombre que aún no cruza el umbral de los cincuenta años. La nieve de las primeras canas traza pinceladas invernales en los cabellos, y el rostro se ha mimetizado con sus famosas frutas, enseñoreándose en él los colores de sus duraznos... Las mujeres, según Francisco Tomás (Nicolás Rubio) han nacido para estorbar la vida, y poco se detiene en ellas. Las recibe en su casa, en una sala de cortinajes rojos, sembrada de penumbras. Son, por lo general, muchachas regordetas, frescas, lozanas, que llevan en sus cuerpos el perfume de la tierra. Llegan en puntillas, con la vista gacha, porque para las operarias, el patrón resulta algo así como un Dios cuyo altar se rige en ese templo del pecado natural”.

El viejo almacena encantos y curvas en sus manos, dice Vila que “después es Ceferino, el mayordomo, el que se encarga de gestionar un matrimonio, cono o sin ley, ofreciendo al muchacho que se una a la moza aumento de salarios y a veces un pedazo de terreno”. Sus cien hijos no llevan así su apellido pero si su sangre y parte de su fortuna.

De ahí en adelante la imaginación del autor da a luz a la verdadera heroína de esta novela, María Eugenia de la Fuente, hija de balmacedista refugiada en Rancagua, jefa del hogar que completa su madre, después de la muerte prematura del padre lisiado por la guerra civil. Ella tiene sólo su inteligencia para defender su belleza y su virtud. La nueva operaria logra salvar del destino de las nuevas empleadas, hasta convertirse en administradora de la fábrica, sin tener que pasar por el oscuro salón de rojas cortinas.

Así es como se viene el cambio de siglo, y la competencia por la celebración de la nueva centuria –en las diez cuadras de la Alameda- surge con la minera norteamericana que, aceleradamente construye arriba en la montaña los ocho niveles de la mina, la planta y la fundición además del tren y la planta eléctrica de Coya, todo antes de sacar el primer lingote, mientras Rancagua se va llenando de hombres extraños, de todas partes del país, y de gringos que llegan tentados por la novedad del metal rojo.

“Las calles de Rancagua se ven concurridas por gente extraña. Frecuentan el centro hombres altos, rubios, que caminan balanceándose como los marineros. Llevan una pipa entre los labios, y pese a que aún no nace la primavera, transitan en mangas de camisa, despreocupadamente”.

“La prensa dice: El progreso se asienta en Rancagua en definitiva. Y es verdad. La compañía cuprífera instala sus oficinas. Necesita ferrocarril para transportar el metal desde las minas, maestranzas y talleres eléctricos. Los yanquis saben hacer sus cosas. ¿Cien obreros? No, mil. Cada hombre en su faena, en su especialidad”.

La novela imagina un origen mitológico para la mina El Teniente. Un personaje de novela de aventuras, el Teniente Muñoz, de la policía rural, experto cazador de bandidos, se encuentra de pronto frente a una montaña roja mientras persigue a uno de estos forajidos... Obsesionado, comienza a tomar muestras de roca que lo hacen por un rato olvidar su oficio, transformándose en geólogo aficionado, lleva las muestras a Santiago. “Es una buena ley, le dicen, pero lo más probable que sea algo superficial”.

Nadie en Chile le da mayor importancia y el Teniente Muñoz inscribe la Mina a su nombre por si acaso, y comienza a enviar cartas a todo el mundo por si alguien le interesa más que a los chilenos... Un día después de la ultima cacería de bandidos en que salió herido de muerte, se le acerca un gringo, Mr. Buttler, que lo ha estado esperando en la única hostería de Rancagua durante una semana. “Le doy 10 mil pesos y nada mas, es mi última oferta”, le dice el gringo, y el Teniente Muñoz le vende su derecho, poco antes de morir y antes de recibir su ascenso a capitán desde Santiago. Aunque la historia real hable que El Teniente le pertenecía a un conspicuo terrateniente de apellido vinoso de la zona, la versión novelesca es mucho más hermosa.

“Rancagua es un panal. Los trenes vomitan hombres en la estación. Obreros, timadores, comerciantes y aventureros. La Celeste Imperio (el prostíbulo de la ciudad) está abierto de noche y de día. Cuecas, tonadas y música de Hawai. Corre el wiskey y el champagne”.

“Los yanquis saben lo que es un plan. Todo lo hacen con método. No ignoran que lo aseverado por Muñoz, en la aparente fantasía de sus cartas o en el delirio de la muerte, es verdad. El mineral El Teniente es uno de los más ricos del mundo. Ingenieros de minas venidos de Estados Unidos lo comprueban minuciosamente. Los cerros, horadados en infinidad de partes, certifican abundancia de cobre. ¿Para cincuenta años dijo el moribundo? No, aún si se explota en gran escala la mina dará metal para cien”.

El cambio de siglo lleva la marca de Rancagua en este país. Don Germán Riesco, nacido aquí, se apresta a asumir el mando de la República, y por esto, por la Braden Copper y por los duraznos de clase mundial hay que hacer una kermese gigante en la Alameda. María Eugenia, una promesa de la emancipación femenina del siglo que vendría, toma claro partido por la industria conservera, mientras Sidney una coqueta ex bailarina y actual esposa de supervisor yanqui es la representante de la minería norteamericana, poderosa y capitalita. Ambas son las encargadas de llevar adelante los preparativos. Es un siglo que se anuncia femenino y liberado. Dos cuadras para la industria de duraznos y otros dos para la Braden Copper, separados por ocho cuadras de fondas y chinganas auspiciadas por la municipalidad serán la manera de saludar al siglo del cambalache. ¿La novedad del siglo? La electricidad.

“Pero la hora tenía esta vez un significado especial. Los dos periódicos de Rancagua habían anunciado que a las 10 en punto iba a realizarse el ensayo general de la iluminación que la Braden Copper ya terminaba de instalar en el trayecto total de la Alameda.

“Para los rancagüinos el acontecimiento no podía ser más singular. Muchos de ellos no habían visto jamás la luz eléctrica, y desde las 9 comenzaron a fluir en multitud hacia ese lugar... De pronto se oyó un clamor general. En ambos extremos del paseo se habían prendido cientos de focos que clarificaron la noche.

“-¡Jesús nos ampare y nos favorezca! – gritó una mujer empavorecida. –¡Esto es obra del demonio! –gritó. ¡Sólo él puede convertir la noche en día, compitiendo con los designios del Señor!.”

Lo cierto es que la Rancagua daba así el paso simbólico de pasar de villa a ciudad. Y si bien la industria de conservas no duraría los mil años que don Nicolás Rubio prometía (a diferencia de los 100 que duraría El Teniente), la vocación agrícola de la zona sería a partir de entonces un alma dividida, entre el minero vividor y generoso y el taciturno creyente agricultor, creyente del dios de las cosechas, tal vez por eso, y porque las campanas de La Merced ya no suenan en vivo, que hasta el día de hoy la ciudad se debate entre sus dos almas las que no conversan la una con la otra.

Al comenzar el siglo y antes, desde fines del siglo XIX, la fruta de esta región era conocida a nivel nacional e internacional gracias al esfuerzo de un gran agricultor rancagüino, Juan Nicolás Rubio, quien supo vislumbrar el potencial de nuestra fruta, creando en 1897 la Fábrica Nacional de Conservas, cuya producción se exportaba principalmente a Europa. En 1913 esta exportación alcanzó a 5.000.000 de tarros de conserva de gran calidad, hecho que fue reconocido en diferentes certámenes mundiales como Búfalo Estados Unidos (1891), Quito (1909), Buenos Aires (1910) y nacionales como Chillán (1900), Talca (1902) y Concepción (1911). En todos ellos obtuvo la máxima distinción.

Esta fábrica, ubicada en un comienzo en las afueras de la ciudad de Rancagua, en el sector conocido como la Pampa, (continuación de la Alameda al Oriente) se trasladó a la esquina de las calles Membrillar y Freire, (actual Supermercado Santa Isabel), llegando a producir 100.000 tarros al día, con un personal de 900 trabajadores. Se abastecía con la fruta proveniente de los numerosos predios de propiedad de este agricultor progresista y visionario (Drago, 1993).

LONGO, Luciano

El Incendio (09-03-2008)

  • RANCAGUA: Campanas, campaneros y toques
  • Paisajes sonoros: Bibliografía

     

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