CRUZ, Hilario - En el campanario de Pobeña

En el campanario de Pobeña

Tenía mucha curiosidad por oír las campanas en la intimidad, con el bodajo inmóvil. Para ello subí al campanario una noche, porque me pareció la hora más propicia para las confidencias. Cuál no sería mi sorpresa al observar en ellas un ligero movimiento y, más aún, quedé admirado cuando la Santa María, que está orientada al frente de la torre, le decía a su compañera:

La Santa María y la Ave María, desde el lejano primer día en el viejo campanario
La Santa María y la Ave María, desde el lejano primer día en el viejo campanario.

-¿Estás despierta, hermana?
-Sí, estoy despierta. Hace mucho frío, las noches son mucho peor que el día, y además nos entra el viento por todas partes.
-Seguro que estás pensando lo mismo que yo.
-Tú dirás.
-Estoy recordando cuando nos colocaron aquí. ¡Hace tantísimos años. . . ! Había muchos hombres con poleas y cuerdas, y les costó mucho trabajo subirnos hasta aquí.
- ¿ T e acuerdas de aquel hombre vigoroso, sudando por cada pelo una gota, que decía: «puñeta, pero ¿a quién se le habrá ocurrido poner unas campanas tan grandes para llamar a misa a un pueblo tan péqueño? ».
-Tú que sabes - l e respondió otro- a veces. hay gente que está lejos de la iglesia, y las campanas tienen que ser grandes parta que suenen fuerte.
-Quizás tenía razón con aquella observación, pero nosotras somos felices en este campanario y nunca lo hubiéramos cambiado por otro, aunque fuera una torre más elegante y más alta.


-Además, ya sabes lo que les pasó a otras campanas, que en tiempos de guerra las fundían para hacer cañones.
- ¡Qué día aquél en que subió hasta aquí el párroco revestido, portando la cruz parroquial, acompañado de los acólitos y numerosos vecinos. Entonces todo era nuevo, recién estrenado, y nosotras, tan airosas, tan jóvenes, como que éramos recién fundidas. Con todo boato nos bendijo con agua bendita en nombre de la Santísima Trinidad. Todo era alegría, saludos y felicitaciones. Más tarde, el sacristán tomó las cuerdas y nos hizo tañir un brioso repiqueteo. La gente que estaba abajo agitaba pañuelos al aire y daba vivas al arzobispo Achiga. Luego, hicimos el primer llamamiento a misa que ofició solemnemente el párroco Don Pedro Comerzana. ¡Un día inolvidable! Desde entonces, aquí hemos resistido todas las embestidas de los años, contemplando nuestro querido pueblo en sus trabajos, en sus diversiones, alegrías, dolores.. . unas veces hemos reído y cantado; otras, hemos cumplido nuestra misión con el llanto desbordado.
- ¡Qué día más feliz! La alegría y el jolgorio inundaba los semblantes en el día del Socorro. Y qué procesión. La isla estaba bellísima con el verde de su fronda; en ese día, el campanero se comportaba como un poseso, y el badajo nos golpeaba con frenesí haciéndonos dar el do de pecho, y nosotras felices haciendo gala de sonora fortaleza. El campanil de la ermita volteaba a tal velocidad que a veces se quedaba sin respiración. Bajaba la Virgen con multitudinario acompañamiento hasta la playa, tomaba el camino del pueblo, y llegaba hasta aquí.

Además de nuestro sonido que realzaba la ceremonia procesional, se batían rítmicamente tambores. Tras pendones y banderas veíamos a la Virgen con su mejor traje de raso blanco con bordados de oro; luego venían el clero, y el pueblo en general, cantando, ataviados con ropas. típicas y pintorescas. Las naves varadas, acostadas en la arena, también vestían de fiesta, limpias sus pinturas, baldeadas las cubiertas y empavesadas con banderas y gallardetes sus mástiles y estays. La procesión recorría el pueblo hasta que por fin entraba en el templo. Mucha gente tenía que oír la misa desde el exterior, las puertas abiertas, pues no cabían en la iglesia. Nosotras, entonces, quedábamos silenciosas. Desde aquí oíamos la misa cantada, hasta que ya con más sosiego dejábamos oír unos breves tañidos, acompañados por los timbales en el momento de la elevación.

Estos alardes festivos, así como bautismos, bodas y otros acontecimentos alegres y divertidos, son la expresión de optimismo y complacencia que hemos presenciado. Pero no podemos cerrar los ojos a otros acontecimientos padecidos en otras épocas. No es que ahora no pasen desgracias y hechos dolorosos, y no haya «Socorros» y diversiones. No, no, nosotras hablamos de lo que está incrustado en las arrugas de nuestra larga vejez. Porque no podemos olvidar aquel azote epidémico del cólera que se estableció en esta zona, procedente de provincias limítrofes, que sembró el pánico y descompuso el pacífico hacer de nuestro pueblo. La gente andaba desorientada, cargada de angustias, acudían a rezar y suplicar al cielo, sacaban a San Pantaleón en andas, y rogaban su intercesión para encontrar alivio en estos dramáticos trances. En la mayor parte de las familias había algún afectado. Había que cumplir al pie de la letra las disposiciones de las autoridades sanitarias en materia de asepsia e higiene. No se podía lavar en los ríos y arroyos, exclusivamente en el lavadero público. Previamente había que introducir en agua hirviente ropas y objetos utilizados por el enfermo. Las casas eran fumigadas con diversos productos de desinfección, y se quemaban ropas y jergones de los enfermos fallecidos. Toda esta barrera defensiva no era suficiente, y era atravesada por el morbo colérico, sin respetar edades ni sexos.

Así veíamos con tristeza cómo aumentaba nuestra función fúnebre en honor y despedida de los fallecidos.

Poco a poco, el mal fue dejando el pueblo que paulatinamente recobró el pulso cotidiano, llorando el fatídico balance arrojado por la peste colérica, y haciendo votos para que no se volviera a repetir.

Por eso decimos que nosotras hemos vivido tristezas y gozos, llantos y alegrías, felicidad y amargura de nuestros queridos parroquianos.

De feliz recuerdo, en cambio, aquellos domingos en que, después de celebrada la Santa Misa, las mujeres marchaban raudas para casa a quitarse la ropa dominguera para ultimar las labores y preparar la comida; la chiquillería salía trotando con gran bullicio, desparramándose por el pueblo, y los hombres se reunían en el pórtico a conversar y tratar asuntos de interés común.

Los últimos en salir de la iglesia eran Don Mateo Urioste, el hacendado, y el párroco Don Bernardo García, de carácter abierto y campechano, gran aficionado a la pesca, que al final siempre lograba llevar la conversación a su terreno, es decir, a picadas, mareas y peleas hasta depositar sobre la peña mojarras y lubinas así de grandes.

Don Mateo iba ataviado con ropa de fiesta, esto es, con un terno de buen paño gris oscuro, camisa blanca con alto cuello almidonado, corbata con amplio nudo, sombrero gris y bastón de lujosa empuñadura. En el chaleco, de bolsillo a bolsillo atravesado con gruesa cadena, un magnífico reloj de oro. Saludaba y ofrecía tabaco a los presentes.

«Buenos días tenga usted», contestaban casi a coro todos los reunidos, y comenzaba una animada y enjundiosa tertulia.

Antonio Zubillaga era el de más edad, un viejo lobo de mar curtido por el salitre de mares y vientos. Había hecho durante mucho tiempo la ruta La Coruña - La Habana como segundo contramaestre en varios navíos, el último el pailebot San José, mixto de vapor y vela, por lo cual no era ningún secreto para él, el manejo de juanetes, foques, cangrejas y velas de estay. Era un experto marino, y contaba mil peripecias y anécdotas de temporales y puertos, con todo lujo de detalles. Hacía tiempo que había abandonado la navegación de altura, y era ahora patrón de un patache de Portugalete. Don Mateo, más que por curiosidad por.interés de sus sembrados, le preguntaba: « ¿Cómo ves el tiempo, Antonio?».

-Pues mire, aún domina el sur, pero la nube arriba ya parece indecisa, como queriendo rolar al suroeste. Ya sabe, si esto sucede, que será lo más probable, vendrá de Castro agua a manta.

-Bueno, pues estaremos al tanto.

Serapio Iturrieta, Francisco Bárcena y Pedro López hablaban de asuntos marinos, pues llevaban varios días amarrados a causa del mar de fondo, y no se arriesgaban a atravesar las rompientes sabiendo el peligro que entrañaban. No habían perdido del todo el tiempo, pues sus lanchones varados habían agradecido la tregua en forma de limpieza, calafateado y pintado de la quilla con galipote caliente.

Valentín Zorrilla, Manuel Ríos y Anacleto González conversaban sobre asuntos de trigos y viñedos, la cosecha última había sido más corta que las anteriores. Poco sol y mucha niebla. ¡Qué vamos a hacer! A Dios rogando, y con el mazo dando.

De vez en cuando, Don Bernardo el párroco barría un poco para casa, en este caso para la iglesia, y le decía a Luis Arroyuelos que hablaba con Roque Lansorena.

-Oye, Luis, hace dos domingos que no te veo en misa. ¿Qué ha pasado?

-Pues mire, Don Bernardo, es que he tenido mucho trabajo, y he necesitado todo el tiempo, hasta el de los domingos. Además, ya sabe que hemos estado muy preocupados por el chico pequeño que creíamos que tenía el garrotillo, pero gracias a Dios fue una falsa alarma, y no eran más que unas rebeldes anginas.

-Ya lo sé -aprobaba maliciosamente el párroco-. Yo también estuve preocupado, sabes que fuí a visitarle, y tenía mucha calentura, pero lo que me dices del trabajo no me convence, pues ya os tengo dicho a todos que el tiempo que mejor se emplea, el más fructífero en esta vida, es el que se dedica a orar en la casa de Dios, guardando el día del Señor.

-Bueno, Don Bernardo, procuraré no faltar.

-Así lo espero por tu propio bien.

Cuando se abordaba el tema de los ganados, era José Saralegui el que llevaba la voz cantante, pues él sabía más que ninguno de estas cosas y respondía a todas las preguntas que le hacían, no en vano sus ganados eran los más lustrosos y los que más rendían. También se encontraba en el grupo otro pobeñés, Gumersindo, éste era el más leído y contaba noticias de los periódicos, explicaba el alcance de bandos municipales y provinciales y, con mayor interés, cuanto concernía a los reunidos en cuestiones de contribuciones, cánones y otras disposiciones en materia de enseñanza, sanidad, y cuantas cuestiones afectaban a la comunidad. Se discutían asuntos y se llegaba a conclusiones buscando la mayor unanimidad posible, Por fin, se unía al grupo, aunque brevemente, el sacristán, el joven Martín Iturrieta que había quedado ordenando y limpiando la iglesia. Como aún no se atrevía a fumar delante del padre, saludaba a los reunidos y se marchaba a buscar a los mozos de su edad.

Terminada la reunión, los primeros que desfilaban eran Don Mateo y el cura, quien la mayoría de las veces iba de invitado.

Los demás llegaban a un acuerdo en cuanto al desafío a los bolos, en la bodega en que tocaba ir a beber chacolí, en la partida de mus. Alguno se disculpaba por no poder acudir, y se concluía la reunión hasta otro domingo aunque lógicamente no se sabía si serían los mismos; con los marinos no se podía contar siempre, amén de algúnotro compromiso particular. Pero un numeroso grupo de pobeñeses se reunía todos los domingos en el pórtico después de misa».

De esta manera que refiero terminó la tertulia de uno de esos domingos, las campanas acabaron su diálogo, y llego yo al final de mis viejos y entrañables recuerdos.

Con la reunión de nuestros antepasados pobeñeses que con los de hoy y venideros han ido ocupando y ocuparán el puesto correspondiente en la tripulación de la nave que es nuestro pueblo, que ha navegado singladura tras singladura entre tempestades y bonanzas, y sigue su ruta con la esperanza de recalar en ese Puerto que se encuentra al otro lado del mar, en otra orilla, en otra costa, en las alturas, más arriba de las estrellas, donde esperamos que nos aborde el Práctico Mayor, y nos conduzca hasta el fondeadero celeste en la tranquilidad y quietud de sus aguas, donde no serán necesarias alertas, guardias, señales, ni luces de situación, porque todo será gozo, calma, descanso y paz.

CRUZ, Hilario
Crónicas de Pobeña (1986)
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    Actualización: 19-04-2024
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