ORANTES, Alfonso - La fundición de las campanas

La fundición de las campanas

Para la fundición de las campanas, el horno fue levantado en el fondo del último patio de mi casa, contra una alta pared que parecía inaccesible. Era una fábrica rectangular, de unos dos metros de ancho por cinco de largo. Tenía al frente una pequeña puerta de hierro, por donde se veía el metal fundido. La chimenea tendría tres metros de alto. Era cuadrada como de metro de ancho por lado. En la parte de atrás se hallaba una construcción abovedada, contigua a la pared, en donde se depositaba la leña en cantidades tales como para fundir toda la carga de bronce acumulada en pedazos desiguales. A medida que se iba calentando, las llamas penetraban como largas lenguas crepitantes en esa especie de cama donde iba disolviéndose poco a poco el metal que se movía lentamente, como si se tratara de un monstruo cuya piel iba cobrando vida y tomando una coloración verdusca. A veces me parecía que iba formándose un caimán metálico ardiente y oscilante, inquietado por el ardor o como una salamandra dorada, espíritu elemental del fuego.
A los dos lados del horno, en cavidades cuadrangulares de cerca de un metro de profundidad y situadas a la mitad del horno, habían sido depositados cuidadosamente los moldes de cada una de las dos campanas que iban a fundirse. La forma laboriosa con que fueron hechos, me causaba honda curiosidad. Quien hacía los moldes era un obrero, fundidor experimentado. Primero labraba, con un barro especialmente preparado, la parte cónica del interior de la campana, operación que requería habilidad y precisión. Lo que resultaba admirable era la parte que constituiría el exterior y el calibre o grueso del instrumento de metal. La operación la realizaba aquel artífice de manera contraria o sea, colocando el molde al revés, es decir, lo cónico de abajo hacia arriba. Mediante una pieza de madera adaptada a un eje situado al centro de lo que constituiría la cabeza de la campana, aquel cono invertido iba moldeándose sobre lo que era la armazón, ceñida con cinchos metálicos distribuidos a lo largo del tosco cono exterior en tanto que por dentro el barro reblandecido iba cediendo al pasar y repasar del patrón que con los lugares correspondientes al perfil externo, dejaba espacios iguales a franjas circulares, en donde se cincelarían nombre, fechas, detalles de la campana, aparte de los espacios lisos que, entre espacio y espacio, iban destacándose siguiendo la suave línea cónica.
Me parecía como si estuviese modelando el cáliz de una flor inmensa. Era una tarea minuciosa, lenta, amorosa. El perfil giratorio pasaba y repasaba milímetro a milímetro aquella serie de ondulaciones y salientes que emergían de diminutos ángulos para luego seguir su recorrido de abajo hacia arriba, en una paciente labor que por momentos me causaba mareo. El fundidor parecía gozar con aquel pasar y repasar circulatorio, al derredor del molde invertido. Contemplándole muchas veces, largamente, me daba la impresión de que aquello lo ejecutaba dormido. Sin duda se imaginaba no sólo la esbeltez y elegancia del exterior de la campana, sino que hasta percibía su sonido que podía recorrer la tonalidad infinita de diapasón, desde los tonos agudos, suaves a los roncos, graves, solemnes según el ceremonial que repicasen.
Se llamaba Timoteo aquel artífice de las campanas. Yo le hacía preguntas acerca del proceso seguido. El, paciente, me respondía a todo y continuaba como embebido en su tarea. Pasaba días y días y aquella obra casi milagrosa, iba adelantando. La superficie secábase lenta, paulatinamente. Cuando ya estaba terminado aquel cono invertido el creador cubría la superficie con plombagina, polvo de grafito, mineral graso al tacto, color negro brillante. En seguida se realizaba una maniobra delicada: montar mediante polipastos aquel molde dentro del que correspondía al interior del instrumento. Había que admirar la habilidad y exactitud de la operación. Era algo ritual, casi religioso. Luego se colocaba sobre una plataforma y se situaba en el foso correspondiente, abierto la mitad del cuerpo horizontal del horno. Al estar ya colocados los dos moldes de las dos campanas y en muchos casos se alineaban hasta cuatro de distintos tamaños, se entraba en la etapa final: el vaciado. Aquí venía lo admirable, lo fantástico.
Alimentado constantemente el horno desde el día correspondiente a la fundición, ardía en tal forma que la trepidación de la leña, su crepitar, la ondulación de las llamas como lenguas amenazantes lamían el metal e iban como amasándolo suavemente hasta dejarlo con tal consistencia pastosa primero, líquida después que se movía, se agitaba, azotado, a tal punto que parecía como víctima de una tortura, de un tormento indescriptible aquella estrecha cama de metal hirviente daba la impresión de desesperarse por el sufrimiento del fuego, irradiaba una luz rojiza, una especie de halo al derredor del horno, en torno a los objetos y las gentes que atendían la maniobra, dando la sensación de algo férico. Las caras sudorosas de los ayudantes de mi padre que dirigía la tarea, de Timoteo que iba y venía de un lugar a otro, como embriagado, donde estaban colocados los moldes, el atizar del fuego y alimentarlo aun mas con leña que se consumía con una voracidad insaciable; el ayudante que por medio de una larga barra de hierro con una pieza rectangular en el extremo mezclaba aquel metal hirviente; la ansiedad de todos los que contemplaban aquel espectáculo, todo aquel ambiente luminoso, deslumbrador, las sombras y las luces rojizas que hacían su juego encendiendo los rostros de quienes como hipnotizados, veíamos aquella faena tan espectacular, tan patética, casi trágica del fuego y del metal en lucha enconada por vencer y ser vencido, por licuar hasta la transparencia el bronce que luego iba a transformarse en un instrumento sonoro, cuyas ondas repercutirían en la ciudad, en el poblado, llamando a misa a los fieles, resonando clamoroso durante los sucesos acongojadores como incendios de manzanas enteras en los barrios pobres o almacenes lujosos; clamoreando en los días de las celebraciones patrias o anunciando matrimonios regocijados o ya, solemnes, convocando rezos de difuntos, sonando lentas, graves, como largos lamentos con plañidos escalofriantes, como gritos desesperados, como desgarradores sollozos que iban y venían ondulantes, ululantes, anunciando que así como se recuerda a quien ha muerto, debemos tener presente que también moriremos. Todo aquello se resumía en las luces, los reflejos, las sombras, aquel agitarse de las llamas y su proyección fantasmagórica sobre los seres, los árboles cercanos que sentían ya incendiarse tal la intensidad de aquel calor sofocante, asfixiante; pero al mismo tiempo tan estimulador, tan paralizante, de tal modo que quienes eran iluminados intermitentemente, a cada segundo, parecían petrificados y estar fundidos como estatuas, como imágenes de bulto, formando frisos, cohortes, grupos a quienes pasmaba el asombro y la curiosidad.
Era un espectáculo inolvidable. Quién ha presenciado la fundición de una campana en esta forma, un poco primitiva, un tanto tradicional, legado de quienes vinieron a enseñarnos como se funden las campanas no podrán olvidar jamás ese ritual del fuego y del metal, esa fantasía de color y de calor, de reverberaciones iridiscentes dentro de aquel manto luminoso producido por los fragmentos del metal con que se alimentaba aquella voracidad del horno resplandeciente.
Pero, como sucedió en una ocasión, el metal de la campana para aumentar su tono y dependiente de la calidad y pureza del bronce, debía de resonar mas melodiosa y dulcemente, con un timbre asaz elevado, hasta llegar con sus sonidos al éxtasis o al delirio, ocurrió que cuando se fundía la campana que sería consagrada a Santa Imelda, venerada en la iglesia de Santo Domingo, el entonces prior de dicho templo, el Padre Riveiro y Jacinto, quiso que se añadiera oro al metal para que el tañido de dicha campana fuera de tal manera singular que no podrían olvidarlos los fieles convocados a misa.
Entonces el espectáculo resultó indescriptible porque, al arrojar objetos de oro macizo y caer sobre el bronce derretido que se movía con desesperación las luces que surgieron del manto incandescente y movedizo, torvo, verdoso como jade y rojizo como sangre espesa, era como de bengala. Las tonalidades iban desde verde esmeralda como lenguas milagrosas, hasta el naranja turbador y transparente, como si se tratase del fruto de las Espérides, pasando por tonos violetas tan desvaídos como desvanecimientos en rostros de vírgenes perturbadas por un acceso histérico, causado por alguna tentación del diablo. Mágicas, oscintilantes, con temblor de astros y reverberaciones de cielos constelados, parecían aquellas explosiones, porque eran como estallidos de colores del iris, en una epifanía de juegos artificiales o en una crepitación pirotécnica de las Mil y una Noches.
ORANTES, Alfonso
Juan Carlos Escobedo. Página de la Literatura Guatemalteca. (2006)
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