MONFERRER GUARDIOLA, Rafael - Eduardo Ramirez, campanero, en el recuerdo

En el toque de difuntos

Eduardo Ramirez, campanero, en el recuerdo

A Eduardo Ramírez Rueda (1947-1995), campanero, que fue mi amigo

Eduardo Ramírez - Foto Levante-EMV

Si por azar o por cualquier otro motivo me preguntasen por el nombre de alguno de los castellonenses más emblemáticos en este día de Difuntos, uno de los que seleccionaría, sin duda, sería el del extinto Eduardo Ramírez, el campanero. Diré el porque.

Particularmente lo que más me cautiva son las cosas intrascendentes, las poco importantes y triviales así como sus facto res, es decir las personas de la calle, diríamos sin relumbrón las normales y las corrientes, las Últimas y las anónimas, de las que no hace mención la historia. No obstante, esas personas, generalmente, son las auténticas protagonistas de la cotidianeidad de las cosas de la vida más ordinaria. De ahí su importancia, por su obra que consiste en estar y hacer. Lo cual surge a la memoria a propósito de Eduardo Ramírez el campanero, que murió hace medio año y a los cuarenta y siete de una vida dedicada a las campanas que le convirtieron en una institución en Castelló y, ahora, añoranza.

Mas es así como en el día de los Muertos, al escuchar el toque de difuntos anunciador de la festividad litÚrgica de la jornada, me viene a las mientes el recuerdo de este personaje entrañable y con él la rememoranza obligada de quien durante tres décadas fuera el tañedor por excelencia de las campanas de la torre decana de la capital de La Plana.

Tuve la suerte de conocerle a fondo en un encuentro que me deparó el destino al facilitar que, este hombre campechano, irónico, jovial y entusiasta, confidenciase conmigo. Después nació una relación tejida por la urdimbre patográfica y por una misma afición: la de las campanas y nuestro comÚn sentimiento de apego y estima por los idiófonos de la torre pues su oficio fue el de campanero del Campanar de la Vila del que él, principalmente en esos momentos, era el mayor pregonero de su voz y el mejor conocedor de su misterio y entraña.

Buena cepa no desmiente, pues hijo de Miguel Ramírez Luque su antecesor en el cargo, de niño en el minÚsculo recinto sito bajo la cámara, el cuarto del campanero que dicen, también residió, como tantas veces comentamos al enfilar la recta final presagiando su propia muerte anunciada que nos lo arrebató, silenciosa y silenciadamente, al caer una tarde dorada de la primavera, cuando las lágrimas sonoras de sus campanas calladas sueñan, un día de mayo en que tradicionalmente se espaciaban los toques de la oración, en el atardecer y en el alba.

De las cosas que pueden sugerir el nombre de este segoviano de Castelló nacido en 1947, el quinto de siete hermanos, dos recordaría: su afición a los toros, querencia que le llevaría a hacer algunos escarceos con los espadas de la tierra, y, en especial, la de su labor de campanero aparte de la delicadeza que, durante una docena y media de meses, siempre me dispensó, transferenciándome su amistad y afecto. Se cumple medio año de que murió el campanero, pero el recuerdo y la estela de su hacer allí en lo alto, perdura y nos acompaña. Por eso en un día como hoy en que muchos ciudadanos sensibles de Castelló tendrán una referencia obligada en el más antiguo medio de comunicación: el Campanar de la Vila, es deber de agradecido recordar a quien fuera su alma y a quien confió en mi en su Último deambular en la terrenal existencia humana.

Como campanero que era, Eduardo estimaba sus campanas, las designaba por su nombre propio, en femenino, y por su canto -su nota y su voz- las conocía a todas, en el momento preciso, percibiendo cualquier deficiencia en su sonar y chirriar, sin excluir las antiguas y jubiladas matracas. Había una extraña simbiosis entre el campanero y los bronces que también formaban parte de su propia familia, pues su oficio y su arte le venían de genealogía, entre ellas creció y a ellas dedicó su vida. Gracias a su esfuerzo y labor tanto personal como la de otros ayudantes, las campanas repicaban o volteaban, llenando con sus voces el espacio de la comunidad en el diario cotidiano, confiriendo sentido lÚdico en los grandes festivos ciudadanos: Pascua, Lledó, Corpus, Navidad y en otros hitos históricos, fastos lÚgubres y eventos señalados.

De las once campanas que constituyen la dotación total de la torre -como se indica con su correspondiente año de (re)fundición y peso-, las suyas eran las ocho de la cámara, las llamadas del portal, las que solas o en su conjunto, en las señales y trechos, repiques y coros, clamores y bandeos, volteos y vuelos producen muy notable y halagüeña armonía a los cuatro vientos. Prefería: la Angel (1939, 2.003), la de voz de contrabajo y nota do sostenido, solemne y grave, por su mayor categoría y por ser la de la ciudad; la Vicente (1939, 600), la más activa, el tenor que entona en sol, volteadora y morlana, con melena de madera, produciéndole un encanto especial la Joaquina (1939, 184), la tiple de nota re, la de la voz más argentina, más que la bicentenaria Maria (1789, 875), mi favorita, el barítono de nota fa, la de los incendios y de las asas quebradas que no se puede voltear, ni se toca al mediodía. La Jaime (1939, 1.487), el bajo, desnivelado que suena en re y se tañe al anochecer treinta y dos veces desde la plaza; la Cristina (1962, 223), la mezzosoprano que canta en do que, hoy con el badajo partido, mira al azul de las sierras de la tierra mía, y las más festeras, las del yugo de madera, las Únicas que como antaño se voltean desplegando y plegando la cuerda: la Victoria (1966 360), la mezzosoprano en si bemol, y la Dolores (1824, 60), la más pequeña sita encima de aquella, la ti píe que grita en sol, en la sonada algarabía.

Otro asunto es el del reloj -que no por ajeno le fuera extraño-, cuyas campanas sin cabezal, fijas y sobrepuestas en el denominado chapitel o remate del terrado, percutidas con golpes de martillo, en mi parecer, con demasiado allegro aunque mejor sería en adagio: la Cristóbal (1604, 3.500), la de las horas y rebato, la más grande y veterana, la que nunca fue adobada, de voz contrabajera y nota sol, de extraordinario subarmónico um(mm), carraspeante como el bordón, por eso su apodo de borda; la Ana (1921, 320), la mediana, contralto en fa sostenido y sobrecimera de la Lledó (1939, 64), la tiple de nota sol, la pequeña de los cuartos, a la que se le ha suprimido un golpe pues los anunciaba con dos.

Que lástima la extinción de los toques de badajadas, repiques y otros volteos solemnes. Que ocurrencia e ingenio el cambio de las extraordinarias y tan peculiares truchas diseñadas por un arquitecto conocido tras los debidos asesoramientos y estudios de una comisión al efecto, elaboradas con madera de encina añeja -un modelo singular, autóctono y desconocido hasta la fecha, con su original elegante remedando obras de arte y de unos resultados prácticos inigualables- este ubículo de la torre perdió estética y las campanas prestancia sonora, se desnivelaron algunas, se lastimaron otras que se voltean con gran dificultad cuando lo aconsejable es preservarlas y evitarlo. Por lo demás, las nolas roñosas con falta de diestras manos aunque afortunadamente exentas del temido electrificado mecanizado. El campanario dejado y deteriorado. Cierto desconcierto y silencio hubo en los toques en estos Últimos años, hasta se filmó un vídeo y se escribió un libro que, esperemos, sirva de pretexto para repristinar la torre y de acertado revulsivo en sus toques y volteos y lejos de lo vulgar, contribuir, cada vez más, con la tendencia actual del universal interés por el renacer de las campanas, vencer la crisis campanera puesto que el juego de estos bronces es de buena calidad, excelente sonido, bello conjunto armónico y gran musicalidad. Es la expresión de un patrimonio histórico-artistico-sonoro que hay que conservar y transmitir al futuro en las mejores condiciones como legado viviente que recuerde a nuestros campaneros idos si su testimonio perdura sin caer en el descuido. Bien se puede imaginar, pues no le viene de extraño, y juventud, ilusión estudio y consejos inquietan el hacer de Fabio Giménez Carsi, el nuevo campanero, ligado con esa estirpe familiar, garante al epilogar las voces perpetuas de la ciudad loando la magnificencia del Campanar con su lenguaje universal.

Como si no hubiera regresado al lugar definitivo que a todos nos aguarda, como si todavía estuviera en la atalaya su presencia, déjanos oír cerca de ti, campanero, las notas sonoras que detrás de tus ojos se revuelven amenazando despedida con señales y trechos de muerto, como en la tarde de tu entierro. Que estas líneas que por tu fiesta -en el día de los Difuntos- te mereces campanero, sean un prolongado sonar de los bronces, que no han perdido calor y verdad, alargando, Eduardo amigo, el afecto hasta más allá donde la luz acaba, en este día en que estamos nuevamente en torno tuyo, con tus campanas y tu recuerdo.

Fue Eduardo el campanero del Campanar de la Vila desde 1967 a 1995, diligente, eficaz y servicial. Un hombre bueno y durante una larga temporada achacoso, postrado y muy enfermo con una entereza digna de reseñar. Atrás quedan sus haceres soñadores v nostalgias y aquí el breve recuerdo de su memoria a la hora dei olvido.

Rafael MONFERRER GUARDIOLA
"Levante de Castellón - El Mercantil Valenciano" (02/11/1995)
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