PÉREZ ANDRÉS, Javier - Rabanal del milagro

Rabanal del milagro

Vladimiro es el campanero de Rabanal del Camino, aldea leonesa asentada en la falda del Monte Irago, donde el Hijo del Trueno hizo el milagro de la resurrección. De la resurrección del censo, pues volvieron a habitarla hombres y mujeres. De la reconstrucción de las casas y de los oficios, talladores de bordones y mesoneros, posadas, hoteles y albergues para los peregrinos que no cesan. Y un milagro mayor en tiempos de conventos en ruinas: el del Monasterio de San Salvador del Monte Irago y su pequeña comunidad de benedictinos. Conocí Rabanal a finales de los 80. Hoy podría llamarse Rabanal del Camino y del milagro.

Vladimiro lleva 70 años tocando las campanas y 50 de campanero. Este domingo, minutos antes de las doce y media, subí con él al campanario de la iglesia de la Asunción. «Cierra la cancela», me sugirió antes de emprender el ascenso por los 39 escalones de piedra y madera que conducen a la maquinaria del reloj y al bronce de las dos campanas. «Atento», me alertó tomando con sus dedos la cadena que tiraba del badajo. «Escucha, este es el toque a misa de difuntos». Abajo, en la Calle Real por la que pasó un día la Reina Isabel y Carlos V haciendo el Camino, un reducido grupo de paisanos -más de la mitad del pueblo- acudía a la Capilla de San José, en cuyo retablo central sobresale una talla del santo de la concha y el bordón, el del milagro de Rabanal. Se dirigían al funeral por Julián y Santino, los dos cooperantes y peregrinos que fallecieron en el trágico accidente de Villada, el suceso que nos empañó el mes de agosto.

Al bajar del campanario para dirigirme a la capilla, recordé que, precisamente, al pie del último escalón, debajo del campanario donde tañen los bronces de Vladimiro, fue donde conocí a Julián y a uno de los hombres con el hábito de San Benito. Solo en un par de ocasiones y en Rabanal volví a mantener contacto con ambos. El domingo al medio día nos encontrábamos de nuevo. Se trataba de acompañar a los suyos y recordar en paz a los que se fueron haciendo el Camino. Y así lo hice.

Después de la misa, cuando se retiraba a su celda monacal y justo debajo del campanario, le hice una pregunta infantil, fugaz, directa y, en cierta medida, insolente al del hábito de San Benito: «Si quisiera hacer una entrevista a Dios, ¿sabes dónde podría encontrarle?». El hombre con hábito me contestó sonriendo con naturalidad: «En el silencio», y se perdió cruzando la puerta del nuevo espacio monacal. Entonces recordé al Julián cooperante, al Julián sonoro, al Julián sin hábito, al que no necesitaba el equipaje que tanto nos pesa. Las personas como él siempre me hacen pasar vergüenza. Ellos son los valientes, los que han renunciado a la lucha por la vanidad y el poder. Los que han prescindido de todo lo material sin una regla que les ordene. Sus conductas son los verdaderos milagros en una sociedad egoísta, ciega, usurera, desconfiada e insolidaria.

PÉREZ ANDRÉS, Javier
El Norte de Castilla (26-09-2006)
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