PICART, Gina - Guerra de las campanas en La Habana colonial

Guerra de las campanas en La Habana colonial

Un curioso hecho de nuestra historia capitalina ocurrió en 1803, cuando el Obispo Espada, célere figura religiosa de la Isla, de avanzado pensamiento y conocido por el bien que con sus sabias disposiciones hizo a nuestra nación, tuvo que arremeter con un enfático edicto contra la bulla que provocaba en las calles de esta villa el excesivo, indiscriminado y arbitrario uso de las campanas.
En dicho documento, fechado el 18 de marzo del mencionado año, el prelado alude a un edicto anterior promulgado por su antecesor en el cargo, con la intención de refrenar este vicio campanero de los habaneros, al cual califica de abuso excesivo, y se queja de que los habitantes de la villa de San Cristóbal prestaron poca atención a la admonición antes hecha, por lo cual él se siente ahora en la obligación de volver a regañar a los reacios y desobedientes, encabezados por los mismísimos sacerdotes y campaneros de las iglesias, quienes, según se deduce del texto, sacaban del asunto pingües ganancias.
Al parecer, los siervos de Dios complacían, previo pago en metálico, a todos aquellos ciudadanos que acudían a solicitar toques de campana por la salud de los enfermos, por las muertes ocurridas, por los velatorios, nacimientos, bautizos, bodas, cumpleaños y por mil otras razones de las cuales no estaba exenta la más pura vanidad personal.
En términos muy firmes, el Obispo Espada recuerda a sus subordinados y a los feligreses aficionados al metálico tañir, que este sólo se justifica para celebrar festividades religiosas, avisar las horas o anunciar los días de culto público, o para llamar a los fieles a los actos religiosos o atraer su atención, en casos extraordinarios, sobre hechos peligrosos o de interés urgente para todos los ciudadanos de la villa.
Esta desobediencia e inobservancia —asegura enérgicamente Espada refiriéndose al desorbitado campaneo— no tiene su origen, en manera alguna, en la piedad, que no puede ser verdadera cuando es contraria a los mandatos del Soberano y del Gobierno, y va contra el espíritu de la Iglesia y el reposo público.
Para concluir, el Obispo Espada amenaza abiertamente en su edicto a los que insistan en continuar campaneando a su antojo con proceder con las penas impuestas en dicho edicto en cada infracción, sobre los cuales estaremos a la mirada.
Nada menos que a la aplicación de multas se refiere el honesto sacerdote, insinuando que habrá vigilancia encargada de descubrir a los provocadores de tan molesto estruendo. Tras de lo cual advierte con mucha claridad que sólo dos toques de campanas quedan permitidos en la refistolera villa: el del Ave María al amanecer y el de Ánimas entre las ocho y nueve de la noche; y aún estos dos quedan reducidos a sólo tres minutos de duración, que no a veinte, como venían haciendo los alegres capitalinos. Para comenzar ambos toques, advierte Espada, habrá que hacerlo sólo cuando comiencen a repicar las campanas de La Catedral de la Habana, sin empezar antes que estas ni acabar después.
¿Obedecieron los habaneros a su Obispo? Es de creer que sí; porque además de ser muy respetado por su sabiduría, su bondad y su muchas veces probado amor por Cuba, Espada, de origen vasco, también era de sobra conocido por su firmeza de carácter y la dureza que sabía desplegar cuando ello era necesario para hacer valer su autoridad en la defensa y mejora constante de la vida de los cubanos.
Sin embargo, los habaneros, obligados a restringir su campaneo, se vengaron convirtiendo el matutino toque del Ave María en una algazara infernal, y para que el lector pueda hacerse una idea de lo grave del asunto y de la pertinacia ruidosa del cubano, reproducimos aquí un fragmento del libro Cuba a pluma y lápiz, escrito casi un siglo después, en 1871, por el viajero y escritor Samuel Hazard:
Apenas despunta el día, lo cual sucede en Cuba a hora muy temprana, el recién llegado viajero se ve sorprendido en su delicioso despertar mañanero por el alarmante sonar de las campanas, proveniente de todos los ámbitos de la ciudad. En un verdadero desconcierto de sonidos, atruenan el aire cual si se tratara de una general conflagración, y el infortunado viajero se tira frenéticamente de la cama para inquirir si hay alguna esperanza de salvarse de las llamas que se imagina amenazan ya a toda la ciudad. Figúrate, ¡oh, lector!, a tu pueblo nativo con una iglesia en cada cuadra, cada iglesia con un campanario o quizás dos o tres, y en cada campanario media docena de grandes campanas, de las cuales dos no suenan igual. Coloca las cuerdas de estas en las manos de algunos hombres frenéticos que tiran de ellas, primero con una mano, luego con la otra, y tendrás una débil idea de lo que es un despertar en La Habana.


PICART, Gina (07-09-2007)
  • LA HABANA: Campanas, campaneros y toques
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    Actualización: 29-03-2024
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