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Escenografía vertical

Las torres, atalayas y campanarios poseen, desde el inicio de los tiempos, además de su función obvia de observar el horizonte, la función inconfesa de ser observados (también desde el horizonte, que es una dimensión curiosamente recíproca con sólo cambiar de lugar). Son miradores, balcones de vigilancia, oteros, pero en igual medida constituyen un argumento inigualable para los mirones, materia de los oteadores ambulantes, argumento de los abalconados todos.

Las torres están erigidas para tocar el cielo con las manos, con las uñas, con la punta de las espadañas, con el ápice de los minaretes. Representan, en el fondo, un monumento elevado a la mayor gloria de la ambición humana, aunque esa ambición sea estar más cerca de Dios, más cerca de las alturas. Somos así, criaturas vanidosas que en cuanto nos emocionamos con el curso de los acontecimientos levantamos algo vertical y llamativo, a ser posible de piedra, voluminoso y con apetito de eternidad. Aunque no emitan luz visible, todas las torres son faros en el mar, porque aspiran a proyectar la llama de su orgullo en la noche del hombre. Aquí estoy. Mírame. Pásmate. Nada me tuerce. Eso dice una torre.

El Miguelete no es una excepción: también es una torre jactanciosa, pero los años, las riadas y los suicidas nos la han vuelto entrañable y doméstica. Además, está unida en sagrado matrimonio con la catedral de la ciudad, por lo que las ínfulas fálicas de todo monumento vertical se dulcifican.

Al Miguelete hay que subir al menos una vez en la vida, para considerarse un valenciano cabal; pero sobre todo, para poder presumir de que nunca se ha subido, sin pecar en el fondo contra el cuarto mandamiento de la buena crianza, que ordena conocer superficialmente en la ciudad propia todo aquello que nos empeñamos en conocer con profundidad en ciudades ajenas. Al Miguelete hay que subir por su escalera oscura de caracol, acariciando las piedras húmedas, para ver la ciudad desde allá arriba, tan ofrecida a nuestros pies, a nuestra codicia de cazadores de paisajes.

En lo alto, junto a los yugos de sus campanas, a uno le entran ganas repentinas de hacerse campanero, que es un oficio siempre a caballo entre la armonía y el guirigay. Pero, sobre todo, en la cúspide del Miguelete, uno comprende la vocación artística de los suicidas que escogen esta torre para saltar al vacío, porque, ya puestos a abandonar el mundo, conviene hacerlo de una manera escenográfica, con su punto de buen gótico levantino.

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ABC (23-10-2011)

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