Las campanas de Cádiz sonaron, y los transbordadores, y cómo lo hicieron. Aquellos que no estaban al corriente de que ayer, a las once de la noche, la ciudad se haría sonido gracias al concierto de Llorenç Barber, se llevaron un buen susto. Y no era para menos. Porque hacía tiempo que Cádiz no sonaba, que no alzaba la voz a través de sus instrumentos más genuinos, de aquello que guarda sus recuerdos y su memoria histórica: los barcos atracados en la mar, las iglesias que guardan su patrimonio sacro.
Dos horas antes de que se iniciara el concierto, su artífice, Llorenç Barber, afirmaba que la de ayer era una noche excelente para disfrutarlo. Una campanada anunciaba al centenar de personas que se congregó a las once de la noche en la plaza de San Juan de Dios que Gadir estaba comenzando. Siguiendo una ruta al azar, por la calle Nueva comenzaba a sonar San Agustín, y a lo lejos retumbaba San Francisco. Y cerca, el Rosario. Hubo quien paseó por la ciudad dejándose llevar por el sonido, y quien lo celebró desde su azotea, rodeado por la ropa tendida. Y hubo, lógicamente, quien se asustó ante tal vocerío.
Poco a poco, el sonido de la ciudad se fue enriqueciendo. Era un rumor ancestral, el de siglos, el que parecía brotar de algunas campanas, que, en conjunto, rodeaban al oyente con un repiqueteo festero y tumultuoso que tuvo su colofón con las atronadores sirenas de los transbordadores. Cada campana tenía un color, y entre todas recompusieron el mapa sentimental de una ciudad en la que los campanarios apenas suenan, en la que las motos no nos dejan escuchar los sonidos que siempre han estado ahí.
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