MONJEAU, Federico - Tiempos y campanas de Israel

Tiempos y campanas de Israel

Los azares del periodismo me llevaron a unas jornadas en Israel sobre cómo mejorar la vida de los discapacitados en ese país y, en un futuro hipotético, en el mundo: el programa Access Israel, de lo que en su momento me ocuparé en otra sección de este diario.

Por ahora me limito a describir algunas impresiones de mi primera visita a ese país (seis días en Tel Aviv, con un paseo por la aledaña ciudad de Haffa y una excursión a Jerusalén), no más con la intención de transmitir algo muy concreto que con la de terminar de asimilarlo, que es muchas veces la razón por la que uno escribe. Porque en Tel Aviv me envolvió desde el comienzo una dulce sensación de ambigüedad, como si se viviese en dos tiempos superpuestos. La lengua hebrea, con sus jadeantes consonantes que casi no dejan lugar a las vocales, parece tan antigua como el mundo, y todavía más antigua la escritura. El hebreo parece labrado, más que escrito.

Pero esas manifestaciones ancestrales no se ajustan en la visión del turista (en la mía, en todo caso) con la forma general de la ciudad, de una modernidad sorprendente. No es tanto un fenómeno cronológico como estilístico; no se trata sólo de la modernidad obligada de una ciudad nueva (sus primeros asentamientos se produjeron a comienzos del siglo XX), sino de una visión urbanística única.

Mi primera caminata transcurrió por la Avenida Jabotinsky, que proporciona una línea recta desde la zona del hotel, ubicado en el Diamond District, hasta la costa del Mar Mediterráneo. Ese trayecto no lleva más de noventa minutos. A la media hora de andar, dejando atrás una importante estación de trenes y amplios parques, la Avenida Jabotinsky se transforma en la columna vertebral de un armonioso barrio residencial de edificios de no más de cuatro pisos. Las bases no llegan al suelo, ya que las viviendas están casi en todos los casos construidas sobre columnas, suspendidas, lo que proporciona al conjunto una extraordinaria levedad. Todas se parecen y todas tienen algo diferente, como en un socialismo feliz (e inexistente). El conjunto progresa hacia la costa no sin variantes, ya que tanto en los colores como en la vegetación y a veces incluso también en las formas se advierte la proximidad del Mediterráneo.

Más tarde pude comprobar que ese conjunto es una de las marcas que dejó la Bauhaus en Tel Aviv (y en todo Israel). En cierta forma la ciudad fue diseñada por arquitectos centroeuropeos emigrados durante los años 30 y 40 del siglo pasado. El distinguido Boulevard Rothschild es como una explosión de estilo Bauhaus, pero siempre es un Bauhaus con toques mediterráneos. La arquitectura es bellísima, y no deja de ser conmovedor que esas formas tan armoniosas y mesuradas hayan sido concebidas y desarrolladas en un contexto tan hostil y adverso, como un gran desafío del espíritu. Es imposible no sentir algo de eso en Tel Aviv.

En Jerusalén lo ancestral del lenguaje vuelve a coincidir con la ciudad, la vista y el oído se reencuentran. La belleza de Jerusalén es deslumbrante, no sólo por su arquitectura llena de significaciones, sino también por sus colinas y las perspectivas que se abren de un momento a otro. Jerusalén es en cierta forma un caos. Nuestra excursión tuvo lugar un sábado, pero el Sabbath se sintió más en Tel Aviv que en la ciudad sagrada. Las callejuelas de la ciudad vieja son como un gran mercado, con una sucesión de pequeños locales, uno pegado al otro, aunque aquí también están las diferencias. Un zapatero remendón concentrado en su trabajo pide a los gritos que no le saquen fotos, y a pocos metros de ahí un hombre imperturbable custodia un local de dos metros de ancho por tres de largo donde lo único que alcanzo a ver es una tabla de planchar. Más adelante una vidriera exhibe una linda colección de candelabros de siete velas. Entro al local y le señalo al vendedor uno de cobre, opaco, sin inscripciones, simple y convincente. El vendedor va a buscarlo al fondo de la tienda y vuelve con las manos vacías: “Lo siento, el de la vidriera es el único ejemplar y no puedo venderlo”. Le pregunto por otro, con unas líneas verdes y rojas en la base. Va buscarlo y regresa con la misma negativa (el de la vidriera es también el único ejemplar), pero me trae otro que según él es parecido. Le digo que no tiene el tono de los otros. “Tiene usted toda la razón -admite-, pero no puedo hacer nada”. El comerciante no está más atento a la venta que a la preservación.

Una profusión de peregrinos, turistas individuales y turistas en grupo (como es mi caso, el peor de todos) invade la Iglesia del Santo Sepulcro, mientras hombres y mujeres rezan apasionadamente sobre la piedra en la que Cristo habría sido ungido antes de la sepultura. Todo es un poco confuso y saturado, hasta que de pronto, exactamente a las tres y media de la tarde, se empieza a oír un repiqueteo de campanas y un guardia civil procede a desalojar el sector de la entrada. Las campanas nos avisan que no se trata de un procedimiento policial o militar, sino ceremonial. Entonces la explanada queda completamente liberada y el concierto de campanas, el más impresionante que haya oído alguna vez (la torre del campanario está a pocos metros y todo es intensísimo), llega a su punto culminante, y una procesión de cristianos armenios ortodoxos hace su entrada en la Iglesia con solemnidad conmovedora. Los sacerdotes, con sus sombreros en forma de tubo, ni siquiera miran de reojo, tampoco parecen hacerlo los niños más jóvenes que vienen detrás, en lo que parece un ritual de iniciación, mientras las campanas siguen con su polifonía alucinada. A veces las cosas que no entendemos son las que más nos impresionan.

MONJEAU, Federico

Clarín (05-05-2018)

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