La histórica fundición de la que salieron la campana del Big Ben y la Liberty Bell de Filadelfia, adquirida por un fondo para convertirla en boutique hotel
La Reina Isabel de Inglaterra durante una visita a la fundición, en el 2009 - Autor: ADENNIS, Adrid / WPA POOL
Durante los últimos tres siglos y medio, a través de sus puertas han salido al mundo, justo allí donde acaba la City de Londres y empieza el East End, miles y miles y miles de campanas. Unas, recientemente, en paquetes de Amazon, UPS y Federal Express. Otras, como las del Big Ben, lo hicieron mucho antes por todo lo alto, en un carromato tirado por dieciséis caballos para poder soportar sus casi catorce toneladas de peso. Por suerte el camino no era largo, solo desde Whitechapel hasta el Palacio de Westminster.
La Whitechapel Bell Foundry ha sido toda una institución de Gran Bretaña, como Rolls Royce, símbolo de su antiguo y desaparecido poderío industrial. Su muerte es un signo de los tiempos y un símbolo de otra cosa, de la avaricia del capitalismo especulativo de los fondos de inversión, y de la transformación de la economía del Reino Unido de las manufacturas a los servicios.
La perdición de la mítica fundición, cuyas campanas ocupan las torres de por lo menos 600 edificios en Australia, 900 en Norteamérica (entre ellas la Liberty Bell de Filadeldia) y miles en Europa, ha sido lo bien que ha hecho su trabajo. Cuando un producto dura 400 años no se pueden vender muchos, algo que saben perfectamente los fabricantes de coches y electrodomésticos.
El ocaso de la Whitechapel Bell Foundry se remonta al momento en que las iglesias empezaron a reemplazar las campanas por cintas grabadas con su sonido para dar las horas y los cuartos, y en los últimos años ha sobrevivido haciendo réplicas en miniatura de sus creaciones más famosas, por ejemplo la del Big Ben, como souvenirs para tu-ristas.
Pero hace cuatro años el último heredero de la empresa familiar, Alan Hughes, se rindió definitivamente y la vendió a un fondo de inversión que a su vez, en cuestión de meses, la revendió a otro fondo, en este caso norteamericano (Raycliff Capital), que se dispone a conservar la fachada georgiana original y derribar el resto de la fundición para levantar un boutique hotel de 103 habitaciones. A fin de endulzar el proyecto, ha prometido “espacios creativos” para artistas y una especie de museo donde se muestre cómo se hacían las campanas.
Un grupo conservacionista ofreció recuperar la fábrica, pero por mucho menos de los cerca de diez millones de euros pagados por Raycliff Capital, con el plan de adaptar su oferta a la demanda del siglo XXI, y que artistas de todo el mundo (muchos de ellos conocidos) realizaran su sueño de fabricar campanas como obras de arte. El Gobierno Johnson, sin embargo, acaba de desestimar su iniciativa y dar la bendición a la construcción del hotel. Whitechapel Bell Foundry, RIP. Que descanse en paz.
En realidad es la crónica de una muerte anunciada. Tal y como están estructuradas la vida y la sociedad en el año 2021, nadie necesita campanas. En Gran Bretaña han desaparecido 400 fundiciones que se dedicaban a fabricarlas, y Londres se había convertido en un lugar particularmente poco propicio dada la especulación inmobiliaria, el elevado coste de los alquileres y la fiebre de utilizar cualquier espacio edificable para construir bloques de pisos y oficinas que en muchos casos se quedan vacíos, y más aún ahora con la pandemia. Tras la muerte de Whitechapel BellFoundry, ya solo queda una de las históricas, la Taylor’s de Loughborough.
El proceso de fabricación de una campana es tan delicado como el de un tequila o un whisky, fundiendo una mezcla de cobre y aluminio a temperaturas por encima de los mil grados centígrados, eliminando las impurezas, volcando la masa ardiendo en moldes y dejándola enfriar a lo largo de varios días. En Whitechapel, un barrio histórico de Londres escenario de los crímenes de Jack el Destripador, era familiar el sonido de las ruedas de los carromatos sobre el cemento camino de los hornos y de los martillos al golpear el metal, y la imagen de trabajadores sumergidos en trajes que parecían de astronautas.
Ya no volverá a ser así. Los tiempos cambian, y la única imagen será la de sonrientes recepcionistas que entreguen su tarjeta codificada a los ejecutivos de fondos de inversión que van a la City a hacer dinero. Como los que han comprado la Whitechapel Bell Factory.
RAMOS, Rafael
La Vanguardia (00-00-2009)
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