nacer el día de la fiesta mayor, el día del cristo, es una suerte que sólo a muy pocos alcanza. mi madre recuerda que rompí a llorar al tiempo que la banda recogía al predicador en la contigua casa consistorial. las campanas volteaban y la comadrona, doña maría, pudo llegar al sermón.
recuerdo que ayelo sonaba bien: los bandos de miguel el alguacil, las cavernosas voces del sereno, la ossa del ti abelardo, el taxi del ti mariano y, sobre todo, las campanas que manejaba el ti saboret. personajes que destacaban sonoramente sobre un montón de carros, burros, bicis, guzzis.
era un pueblo de puertas abiertas en el que el piano de casa atraía, amén de la curiosidad de unos chicos pre-televisivos, la solicitud de los mayores. era así: se acercaban a pedir, como si de una radio onteniente se tratase, sus canciones favoritas. ¡ese piano! un piano comprado con los primeros dineros que mis padres ganaron tras huir de las tropas hitlerianas. un piano que no estaba callado: manos enanas que luchaban por alcanzar la octava se turnaban sin cesar para hacerlo cantar. ciertas noches se convertía en el corazón de las reuniones de los mayores. y yo, desde la cama, vivía la temprana fascinación de unas músicas que tenía por divinas. ¡dulces valses de chopin entre los dedos de mi madre!
el centro sonoro del pueblo en aquellos años era la iglesia. la nostalgia de un órgano desaparecido con la revolución y la guerra era empañada por los sonidos aflautados de un pequeño armonium. doña pepita, la organista, adquiría una grandeza especial al fundirse con tan modulante instrumento. ganarse su confíanza, acabar sustituyéndola en puesto tan relevante, fue esfuerzo que requirió tacto y tiempo. daba sus oportunidades, no perdonaba incorrecciones, y, al cabo, pude tocar, emocionado, el patrón de ayelo en plena fiesta. ese día cumplía doce años, y me sentí importante.
curiosamente ayelo disponía entonces de dos (¡dos!) bibliotecas públicas. pobres, pero útiles. antes de ponerme el pantalón largo (y a la par con mi buen amigo vicente sanz) me las conocía al dedillo. sus libros me abrieron un mundo de mundos.
mis salidas del seno ayelense no tardarían. en valencia me ficaren el os a los diez años. al principio largos períodos de vacaciones me devolvían a un valle del que siempre me he sentido parte, mas, con el tiempo, las vueltas se han vuelto más escasas que los deseos. mi bagaje empero, mis alforjas ayelenses, estaban ya preñadas de semillas que sólo precisaban tiempo y cuidados para germinar:
sin la atención escudriñadora o contemplativa por los sonidos y silencios del entorno vivo, aprendida en las largas temporadas de estío y caza del campello en compañía de ti santiago y ti bellotet,
sin el cuidado por las notas, los sostenidos y las claves, aprendido a tempranísima edad de boca de mi madre y mis hermanos mayores, que exhibían mis habilidades ante asombradas visitas,
sin la vivencia del inseparable maridaje entre lo sublime, lo gozoso y lo trágico con la música, que ayelo me enseñó,
hoy no sería el músico que soy.
de alguna manera mis conciertos, mis piezas musicales, son pobres retazos de una obra única aprendida de manos de ayelenses. y ésta una buena ocasión para, con voz sonora, dar las gracias a un puñado de hombres y mujeres de los que me siento fuertemente deudor. la única manera que se me ocurre de devolverles lo mucho que me han dado (algunos sin saberlo) es hacer que se sientan orgullosos de mí. salut.
© BARBER, Llorenç (1997) © Campaners de la Catedral de València (2024) campaners@hotmail.com Actualización: 09-10-2024 |