No es la primera vez que intento reflexionar sobre un aspecto tan descuidado y, sin embargo, presente en todas las culturas como es el espacio sonoro de un grupo.
La idea me vino de un pequeño artículo de Joan F. Mira, que hablaba del "paisatge sonor", refiriéndose a unos toques de campanas recuperados (1978:7), y he intentado desarrollar, en anteriores publicaciones, algunas características de los toques de campanas tradicionales que transmitían a través de unos ritmos preestablecidos una serie más o menos amplia de mensajes, de acuerdo con las necesidades y la organización social del grupo que se comunicaba a través de esos toques.
Los toques de campanas constituyen, sin embargo, un aspecto muy parcial y sesgado del conjunto de sonidos generados en una comunidad, ya que se producían principalmente para emitir mensajes. Es fácil encontrar en ellos la estructura de un medio mayoritario de comunicación, que marca y construye el tiempo comunitario, que aplica diversos ritmos adecuados a la importancia social de los acontecimientos y de los actores. Los toques desaparecieron, por etapas, a lo largo de este siglo, y si llegamos a encontrar algún campanero (lo que no es fácil, pues casi todos han sido sustituidos por motores), sus toques tradicionales sólo representarán una mínima parte de los numerosos repiques y volteos que su padre o su abuelo sabían interpretar. No quiero insistir aquí en estos toques, limitándome a apuntar que su existencia, durante siglos, se debió a que se apoyaban en el más moderno y eficaz sistema de comunicación de masas de la época. La aparición de otros medios de comunicación, menos eficaces (es preciso adquirir los soportes o tener receptores conectados para recibir los mensajes), pero más inteligibles (no emplean códigos tan restringidos y locales como los toques de campanas) supuso, a la inversa, entre otros factores, la desaparición de las campanas como comunicación y su empleo alternativo como medios de expresión y de producción musical, o incluso su silencio.
Dejaremos de lado las campanas o, mejor aún, las consideraremos como una pieza más del conjunto de sonidos, que sugiero debe ser estudiado y reconocido como un sistema sonoro directamente relacionado con el grupo que lo produce y que vive inmerso en él.
El espacio sonoro sería un resultado lógico de las actividades de cualquier grupo. La producción de diversos tipos de sonidos por un grupo humano es evidente, aunque no lo parezca tanto su ordenación. Todos esos sonidos, producidos de manera más o menos inconsciente, no serían más que otro hecho cultural, con una fuerte tendencia a ser ordenados según los valores dominantes del grupo, o por lo menos según los valores de aquellos que tienen poder para marcar las normas comunitarias.
Propongo llamar espacio sonoro a todo el sistema de sonidos producidos por un grupo humano organizado, en sus actividades a lo largo del tiempo y del territorio por los que se mueve ese grupo. Este sistema sonoro estaría formado por sonidos de origen natural y social, estando relacionado no sólo con los modos de vida del grupo y con su visión del mundo, con su cultura, sino también con su modo de organizarse, así como con sus relaciones con el medio natural y con su nivel tecnológico.
Este sistema total, este "espacio sonoro", estaría compuesto de distintos subsistemas, que prefiero llamar paisajes sonoros, esto es de diversas perspectivas de acercamiento al fenómeno total. Estos paisajes sonoros, de acuerdo con la hipótesis, deberán estar organizados según las normas y los valores del grupo. Una de las primeras características que destacan es la presencia de ritmos en el espacio sonoro que reproducen los ciclos temporales, creando igualmente los intervalos de tiempo. Los sonidos producidos por y en un grupo transmiten asimismo información espacial: no sólo marcan dónde se producen ciertos sonidos, sino que revelan concentraciones espaciales que tienen que ver con la categorización simbólica atribuida a esos espacios. Este tiempo y este espacio, revelados por los conjuntos más o menos sistemáticos de sonidos, informan también sobre la organización social: habría una relación entre tipos de sonidos producidos en ciertos lugares y los modos de organizarse y de verse, de representarse ante sí y ante los demás grupos.
El espacio sonoro, el conjunto de paisajes sonoros, es una de las creaciones culturales más complejas, así como una de las realidades de más difícil aprehensión. La ocupación por parte de los diversos sonidos del espacio sonoro, abarcando más o menos espacio, es una ocupación real, instantánea (por lo menos, para los efectos de nuestro análisis), pero al mismo tiempo efímera, volátil, que se destruye en el mismo momento de existir. Esta emisión de sonidos total o parcial, que hasta hace poco no podía ser recogida ni conservada, tampoco puede ser captada, como sistema sonoro, en su totalidad, y menos aún ser reproducida íntegramente. De hecho, hoy en día, con la posibilidad del registro magnético de los sonidos, no se puede recoger todo un sistema sonoro y reproducirlo, aunque los ordenadores quizás permitan recomponer, en un próximo futuro, paisajes sonoros (que no espacios sonoros) actuales, e incluso paisajes sonoros históricos.
Por tanto, hemos de considerar provisionalmente que el espacio sonoro, que los distintos paisajes sonoros son volátiles, irreproducibles, y al mismo tiempo reales. A través de ellos se puede reconocer una serie de informaciones que no sólo reproducen las actividades del grupo, sino que pueden ayudar a organizar o a desestabilizar la comunidad. Es por ello que el control sobre los sonidos ha sido siempre muy severo. Había que controlar la producción, puesto que la reproducción era inconcebible. Era necesario un control eficaz, y no sólo al nivel más tangible, el de la prohibición material: las normas del grupo, asumidas por el individuo, internalizadas y asimiladas como única alternativa posible, han sido siempre uno de los más eficaces medios de control del espacio sonoro.
Por ello podemos presumir que los diversos sonidos, los silencios, los volúmenes sonoros van conformando una cierta ocupación espacial, con espacios "sagrados" o "nobles", con espacios de "trabajo" y espacios "de descanso", y también con ciertos ritmos que marcan y denotan el tiempo, el espacio y la organización del grupo, tal y como proponíamos al principio. Puesto que esa ocupación del espacio sonoro aparecía como significativa, había que ordenar, de acuerdo con los intereses más o menos mayoritarios del grupo la producción sonora.
Ante la imposibilidad casi absoluta, para el estado actual de los conocimientos científicos, de poder reproducir sonidos pasados o, mejor dicho, de poder recoger sonidos de tiempos idos, las normas que intentan regir esa producción sonora en un grupo pueden servirnos para verificar en parte nuestra propuesta. Ahora bien, esa referencia a las normas conlleva múltiples problemas. En efecto, aunque la producción de sonidos por un grupo parece estar regulada de alguna manera, no todos los grupos emplean la escritura para recoger sus normas de conducta, y mucho menos para recoger normas de conducta evidentes para cualquier miembro "normal" de la comunidad.
Esta "evidencia" plantea no pocas preguntas sin respuesta posible: no se escribe sobre lo que todos conocen, y en todo caso se señala aquello que se aleja de esa normalidad colectiva y sonora. Un conjunto de normas escritas, como pueden ser unas Ordenanzas Municipales, sólo señalará la desviación conforme al modelo ideal de comportamiento, y marca aquello que se opone a lo "normal" para quien las redacta: el espacio sonoro resultante será diverso y contradictorio, pues intuimos que unos grupos, los que no escriben, actúan de manera negativa para aquellos que precisamente redactan la legislación municipal. Unas normas que intentan controlar las actividades de los ciudadanos son realmente poca cosa para conocer y comprender los ritmos, los volúmenes y la localización de los sonidos dentro de un grupo. Pero de momento no tenemos otra cosa, y por algo hay que empezar para reconstruir unos paisajes sonoros.
También pueden valer las descripciones literarias de ambientes ruidosos, pero estas creaciones, mucho más intuitivas o plásticas, solamente serán útiles para sugerir pistas, para verificar cómo algunas normas fueron vulneradas.
Cualquier sistema sonoro, uno u otro espacio sonoro, que serán ideales si están recogidos en unas reglas, reflejarán, de manera más o menos explícita, no solamente el sistema de creencias, sino las agresiones externas a ese espacio sonoro ideal: los usos cotidianos no son agresiones externas, sino precisamente eso, usos cotidianos, que no precisan ser reflejados, porque corresponden a ese intento, siempre perseguido en vano, de hacer realidad el mundo ideal, intento compartido en mayor o menor intensidad, y de acuerdo con sus creencias, por todos los miembros del grupo.
Por tanto, el recurso a unas normas para reconstruir el paisaje sonoro de un grupo, no es más que una pobre herramienta para rehacer un hecho cultural, apenas reconocido, como es la producción sonora a lo largo de su tiempo y su espacio. Unas normas solamente pueden reflejar el mundo ideal, el deseo de aquellos que tienen el poder. Pero tampoco tenemos mucho más.
En el fondo, solamente podemos mostrar, que no demostrar, que el grupo dominante intenta ordenar el espacio sonoro; esto es, los sonidos producidos por la comunidad en el espacio y en el tiempo, y de modo muy especial los sonidos generados por los "otros" grupos, según otros intereses, otros valores, otra concepción de la ciudad. Solamente descubierto como "unos" entienden los ritmos temporales y espaciales, los espacios laborales y sagrados, a través de su intento de control sonoro. La idea de los demás, sus valores, su ideal sonoro no podrán ser reflejados directamente, puesto que no emplean ese mismo código escrito para establecer, reglamentar y recordar sus comportamientos sonoros. Solamente por oposición, cuando el sonido emerge del mar de calma cotidiano o del barullo festivo previstos, podemos intuir que no todo es silencio cuando ellos desean, que hay más de un modo de ordenar el mundo y de llenarlo de sonidos de vida.
Pero hay algo que queremos destacar, por encima de reflexiones sobre un momento histórico concreto: el paisaje sonoro, más allá de otras valoraciones, es sobre todo un paisaje cultural, lo que equivale a decir que la producción sonora (niveles de ruidos, ciclos de silencios, concentraciones espaciales...) no es aleatoria ni independiente del grupo humano que la genera, sino que está directamente relacionada con sus creencias, su organización, sus diferenciaciones, sus ritmos de vida y su nivel tecnológico.
Como señalo en el texto, ya he intentado reflexionar sobre espacios y paisajes sonoros, en torno a los toques de campanas tradicionales. Véase, entre otros:
© Revista de Folklore nº 80 (1987) © Campaners de la Catedral de València (2024) campaners@hotmail.com Actualización: 04-11-2024 |