Los saludos y la muerte afianzan en los pueblos reconocimiento y proximidad
También podía titularse "de lo conocido a lo ignoto", "del hola, cómo andamos, qué tal va eso al mutismo". En el pueblo, aunque decaiga su población, se ven personas con nombre y apellidos y rostros de chavales que se parecen por la pinta a sus abuelos o bisabuelos. En una gran ciudad, en cambio, andan por las aceras personas con rostros anónimos y embebidos en sus cosas.
He estado poco más de un mes en mi pueblo natal de Pajares de la Lampreana y he oído también el repique de campanas, a las que casi hace hablar Antonio Ballestero, uno de los integrantes y animadores de la Asociación Cultural de Campaneros Zamoranos. Asimismo, he escuchado el encordar o doblar de las campanas anunciando la muerte de cuatro personas; son toques largos, monótonos, rematados con dos esposas cuando el difunto era una mujer y con tres si se trataba de un hombre. Me comentó hace años el párroco y arcipreste de la Tierra del Pan D. Santiago Alonso Ferrero que por la muerte de un sacerdote se dan cuatro esposas y por la de un obispo cinco.
No se trata de privilegios, sino de información muy precisa, que implica, además, una profunda meditación, como subrayó el poeta metafísico inglés John Donne en el siglo XVII: "La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad. Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti". Ernest Hemingway cita esta frase en su libro "Por quién doblan las campanas"; de ella precisamente tomó el título.
En la ciudad no repican ni doblan las campanas. Los difuntos son anónimos, a no ser que se publique en la prensa alguna esquela. En los pueblos antes el féretro se llevaba a hombros hasta la iglesia y el cementerio. Ahora lo acerca el coche fúnebre. Pero antes y ahora la iglesia está llena de paisanos para acompañar a los familiares. Hace unos diez años falleció en Madrid una primar canal de mi padre nacida en Pajares. Fui al entierro y estábamos en el funeral y en el cementerio una docena de personas.
Los saludos y la muerte afianzan en los pueblos reconocimiento y proximidad. El acompañamiento durante la vida terrenal es un gran valor humano, que se echa de menos en la ciudad, en donde por las calles "hablan" más los coches y los anuncios que las personas. ¿Y qué decir del aire puro que se respira? "El oxígeno tiene denominación de origen en Castilla", le oí decir hace tan solo unos días a una persona que reside habitualmente en Sagunto y veranea en la casa familiar de Pajares. En la ciudad, en cambio, se inhala con frecuencia una polución apestosa.
A estos inconvenientes del mundo urbano hay que sumar la desazón y el estrés, efectos perversos de vivir tan aceleradamente que se sale de un lugar con el único objetivo de llegar a otro, sin fijarse ni saborear el trayecto. Incluso cuando se viaja en autobús, en vez de contemplar fuentes o monumentos, se tienen los ojos tan fijos en los móviles que no hay más realidad que la virtual.
"Oiga, dirán algunos, si tan bien se vive en los pueblos y tan mal en las ciudades, ¿por qué la gente no coge el hato y vuelve a donde nació? Una pregunta muy pertinente; pero quienes salimos del pueblo fue por una perentoria necesidad de supervivencia. Abandonamos la casa familiar no para vivir mejor, sino para poder vivir gracias a un trabajo digno. Si muchos tenemos una casa en el pueblo es para no olvidar nuestras raíces, la tranquilidad y esa forma tan humana de saludar a todas las personas, aunque solo sea con un hola o un hasta luego. En el pueblo no saludar es una descortesía, pero en la ciudad puede suponer una osadía o una temeridad.
GONZÁLEZ CALVO, Gerardo
La Opinión de Zamora (01-09-2017)
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