Imagen exterior del reloj. - Autor: SOLORZANO, Óscar
Presidiendo la popular plaza, el reloj de Ibercaja marca el ritmo del centro de Logroño retratando la historia de los primeros relojeros
La última visita del año desvela al público su mecanismo
El carrillón reproduce cada mediodía la melodía de la trashumancia desde hace 63 años
¿Cuánto pesa una hora? El reloj de El Espolón debe mover entre 60 y 80 kilos cada hora para dar las campanadas. Más de veinte rueditas giran al son del ritmo que marcaron aquellos que buscaban medir el tiempo con la que fue la primera máquina autómata, explica José Luis Tomás, el guía de la última visita del 2011 -el pasado sábado- que se celebró al reloj de Ibercaja en Muro de la Mata.
Un diente cae y la llave de las horas, empapada de aceite negruzco baja hasta la punta para prepararse antes del toque que marque el último cuarto de la hora. La rueda de cuatro púas marca los cuartos desde hace 63 años, cuando el reloj fabricado por Viuda de Murua en Vitoria coronó el edificio que se estaba inaugurando para reinar en la plaza de El Espolón. Al igual que la esfera patrón del reloj controla el mecanismo con el movimiento que produce el péndulo que oscila bajo las cuerdas, él dominaba el tiempo de los logroñeses de entonces, cuando el sonido de la sirena a las 12 del mediodía marcaba el inicio de la vida después del trabajo.
Entonces, la estación de autobuses, situada en los alrededores marcaba el centro neurálgico de la ciudad, y la agonizante sirena que invita a refugiarse ante un ficticio bombardeo no era más que el indicativo de un placer mucho mayor: el fin de la jornada laboral.
«El movimiento es el corazón del reloj», apunta Tomás, quien señala que es la fuerza de la gravedad la que provoca ese efecto deambulante del péndulo y de las pesas que mueven las ruedas. «Los contactos de mercurio son los que hacen que se dé cuerda. Es un reloj de esfuerzo constante, construido para el movimiento de grandes esferas», prosigue el guía. «La fuerza se libera en una rueda de escape».
Para mediados de los años cuarenta, Logroño ya había dado a la luz grandes relojeros, de los que forjaban a mano relojes para las campanas de las iglesias, o como la familia Perea, instalada en el antiguo edificio de las Palmeras, donde había ubicado su fábrica. «Entonces se instalaban en lo más alto de las torres, para que fuera autónomo en su movimiento, necesitando menos cuerda, porque era donde estaban las campanas, y porque la iglesia pautaba la vida de los pueblos», señala Tomás.
Unos minutos antes de que sean las 12, impacientes por el estruendo de la sirena que se amplifica en los escasos metros que comparten la veintena de visitantes, una áncora gira, transmitiendo el movimiento a través de una vara hasta otra rueda que se sitúa en el otro extremo. El carrillón comienza a girar, y el relieve en morse que tiene en sus lomos levanta las varas de la cajita musical que a su vez golpean los martillos con los que las campanas reproducen la canción de la trashumancia.
Segundos después, tal vez un minuto, el reloj se prepara para su momento estelar. La manecilla de las 12 púas que marca las horas cae hasta el final para ir repasando una por una. Cuando terminan y parece que la campana ha recuperado el aliento, la sirena se activa a las 12 en punto para indicar el comienzo de la mitad del día. Los 60 kilos de cada peso caen un poco, midiendo el peso de cada hora que pasa en las vidas de la gente que atraviesa el paisaje de El Espolón.
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