SECRETOS DE GRANADA - La campana asesina de la Catedral

La campana asesina de la Catedral

La campana asesina de la Catedral - Autor: SECRETOS DE GRANADA
La campana asesina de la Catedral - Autor: SECRETOS DE GRANADA

Hoy vamos a hablar de campanas, de campanillos, de campanarios y de un campanero que no por muerto ha dejado de ser a su manera menos desconocido que la Torre principal de la catedral, el famoso “Pié de la Torre” que un día estuvo a punto de caerse y que sin embargo, mutilada y “mocha” ha dado sombra durante siglos a cuanto paseante o curioso se ha acercado a sus muros. Hablaremos de las dieciséis campanas que la habitan, cuatro de ellas campanillos, de algunos de sus atributos y cualidades y de un suceso criminal que tuvo de protagonista a una de ellas. Aunque no pasaremos adelante sin hablar antes de Don Santiago Martín López, el último oficiante de tan sonoro y delicado empleo, pues en sus manos se regía la religiosidad de la ciudad, los avisos de catástrofes o los destrozos temibles de cualquier fuego devorador.

Fué Don Santiago Martín el último campanero de la Catedral, empeño que tomó de niño y nunca abandonó después, remiso siempre a la calle y sus acechanzas, puesto el oído siempre al devenir de sus campanas hasta sus últimos días que el temporal de la vida le llevó por delante con 77 años: se diría que tuvo el empleo en propiedad y habría que añadir que salió de la torre con los pies por delante y muy a su pesar. Hoy lo traemos a colación por aquella singularidad suya que lo convirtió en un personaje pintoresco, de los tantos que cría amablemente esta ciudad y en ella pastorean un oficio o hacen devoción de una práctica que los tiempos han vuelto obsoleta y fuera de lugar. A fin de cuentas se convirtió en un ermitaño en el centro mismo de la capital, un cenobita en el medio de la urbe en aquella planta cuadrada de más de trescientos metros por unos diez de alto que ni siquiera Siloé pudo ver nunca conclusa. Don Santiago vivió en ella como un cartujo, pero no en sus desmedidas proporciones sino en un cuchitril compartimentado en dormitorio, cocina y cuarto de baño -en el rellano de la escalera-, eso sí, con el mejor y más monumental balcón que la ciudad pudo echarse a las espaldas donde no era infrecuente verle asomar su fornida anatomía y colgar sus ropas a secar. La planta permanece dividida y subdividida en dos viviendas por paredes que no llegan al techo, tal que una maqueta de estudio, y el espacio es tan frío y solemne como un mausoleo en el que campó a sus anchas con sus gubias y planos nada menos que Alonso Cano. Y es que Don Santiago que heredó el solio campaneril de su padre, y aquél de su abuelo, que entre los tres sumaban casi doscientos años de dedicación intensa y exclusiva, vivía sólo, entregado a sus más preciadas pasiones. Eficiente como un herrero, firme como un asceta, debió de vivir ahí casi setenta años conociendo el oficio desde bien dentro en aquellos tiempos en los que la Torre contaba con Alcaide, dos campaneros (con su familia) y seis ayudantes contratatados por el Cabildo. Y vivió el volteo y el repique a mano, dígase de paso que tocaba con soltura y orden, que nadie jamás dió una queja de él, ya fuera tañido de Gloria o responso de muerto, hasta que la electrificación acabó con su arte manual y hubo sólo de mover el interruptor para que las campanas sonaran por decreto.

Fué, según confirman quienes le conocieron, una figura anónima de las cuantas que suelen pulular por esa parte de la ciudad, vivero de locos mansos o limpiadores de fuentes “por la voluntad” y gente así. Un poco amanerado, se dice, con su aquél, se añade con cierta sorna muy de aquí: “soltero de nacimiento”.

Ya, a lo último, declinó definitivamente de bajar a suelo y los compañeros de la catedral le subían las viandas en un cubo y con una cuerda de la que tiraba malamente y sin fuerzas. Dejó de bajar a diario,( a pesar de tener un piso en el Zaidín), de hacer sus comprillas de ocasión y la hermana o los sobrinos empezaron a preocuparse por él.

Aconstumbraba a entrar por la puerta escondida de la calle de la Cárcel, escalera de caracol arriba, turbia y oscura como boca de lobo, iluminado con un cabo de vela si era de noche y ya a la moderna con una linternilla, que apenas iluminaba sus pasos, y en un tran tran asmático que le llevaba no menos de quince minutos, subía a sus nobles aposentos: Señor de la Torre, Emperador del inconmesurable Salón de piedra del que era gobernador absoluto.

Dicen los que vieron su “cuartucho que lo tenía limpio y relimpio con algunos cuadros religiosos y una mesa y dos sillas fraileras, más la cama dura y una mesita humilde y desde ahi, camino franco a los tejados daba vía libre a otros y singulares recursos que fué capaz de inventar en los pasillos del tejado para sobrevivir con decencia pobre y sostener la alacena bien nutrida sin tener que bajar a la calle. Les contamos este secretillo para lujo de curiosos y anécdotario de coleccionista que llegamos a conocer de buena fuente.

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Pocos llegaron nunca a saber que el campanero tenía animales diversos bajo su cuidado en los tejados: gallinas ponedoras en un gallinero, conejos en sus jaulas, patos de regalo y cerdos…no menos de dos cerdos anuales que alimentaba de pienso y sobras hasta que los sacrificaba ahí mismo, si bien con la templanza del ruido campanil de la misa de Doce en punto para no alarmar a nadie. Tenía también macetas de tomates y pimientos y peleas muy reñidas con las palomas que le afeaban el pasillo por donde con mucho tiento daba cuerda al reloj invisible de la “torre del reloj” para señalar las horas del culto a los afortunados que se encontraran en la Plaza de San Agustín, único lugar desde donde podía leerse la hora.

Entre pasarles la gamuza a las campanas, airear su cubículo, ponerle aceite a los ejes y orear el mismo su vista, se le iba el día y se le comieron los años, que solo bajó por su propio pie de allí para firmar la escritura de aquel piso. Y luego ya, en la despedida final encordado y amarrado a camilla como un montañero accidentado.

Amor especial tuvo por el campanillo de los RR. Católicos, colgado bajo la campanas de la cara occidental, campanillo con una faja escrita en alemán y apenas dos o tres letras en castellano, regalo de aquellos reyes y tan escondido que casi nadie lo ve por más que de él se hable: el que hace el número 15, nos aseguran los expertos. Y luego la campana gorda; 6.300 kilos, la tercera más grande de España, pesante como un tractor que sonaba brava con un eco grave y largo como una sentencia. Las dieciséis se tocaban a la vez solamente en dos ocasiones a lo largo del año: el día de la Victoria de Lepanto, y el 2 de enero, día de la Toma.

Todas ellas, a fin de cuentas, cumplieron con sus obligaciones largo tiempo hasta el suceso fatídico del 4 de marzo de 1890, día en el que la campana del lado de la Calle de la Cárcel tomó por descuido al campanero y lo volteó con tal acierto desde lo alto que lo lanzó hasta el suelo y lo mató. Aunque ya había dado otras pruebas de insumisión en el 1761…dejando caer el badajo sobre el tejado del palacio de Niñas Nobles, propiedad entonces del noble Joaquín Dávila y Ponce de León, al que quebrantó la siesta. Operación que se volvió a repetir unos meses más tarde obligando al Señor Dávila a cambiar de domicilio so pena de perder para siempre el debido reposo siestil.

Tras el crimen la campana fué inmediatamente sometida a juicio por el cabildo catedralicio y condenada en firme a un silencio mínimo de cien años y un día, casi una cadena perpetua, que no hace tanto se ha cumplido. Y es curioso detectar que el sonido de campanas de ese lado suena a veces dubitativo y escabroso, pusilánime, podría decirse. Póngase el oído atento y se verá que no exajeramos nada. O casi nada.

Se murió hace unos años Don Santiago Martín López, exactamente el 14 de abril de 1989 a los 77 años, sus exequias se realizaron en la catedral y ahí fué enterrado, en la cripta, y nadie lo pudo sustituir por culpa otra vez de la tecnología y la informática que lo puede todo, y la torre quedó viuda, coja de ese lado de humanidad con las campanas informatizadas y fofas que ya no suenan como antes.

Y si murió el toque a mano de las campanas, el último tañido “personalizado” aunque fuera eléctrico en las últimas décadas, ahora todo se gobierna desde un programa de ordenador que no falla nunca, pero aquel doblar o tañer antiguo, que de las dos formas se dice, que protagonizara Don Santiago, aquel sonido suyo murió con él, quizá para siempre y ha quedado enterrado en la cripta de la catedral, al lado mismo de los arzobispos, canónigos o prebendados de la más alta Jerarquía eclesíastica. Todos sordos.

Información extraída de M. Dolores Fdez Fígares. Fco Javier Gallego Roca y periódico Ideal.

SECRETOS DE GRANADA

Secretos de Granada (20-09-1945)

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    Actualización: 27-04-2024
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