Santiago de Compostela no está precisamente cerca (salvo que vivamos en A Coruña, claro), pero el viajero ha de intentar llegar, como sea, antes de que anochezca, para ver cómo el último sol hace de cobre la catedral y los edificios históricos que la arropan. Incluso ahora que la fachada del Obradorio está llena de andamios, sigue siendo un instante hechicero y una foto necesaria. El mejor lugar para contemplar esto es el parque de la Alameda, que además, en invierno y hasta bien entrada la primavera, rebosa de camelias, esa flor que llegó del Lejano Oriente y ahora es más gallega que la gaita.
El último campanero de la catedral de Santiago se llamaba Ricardo Fandiño Lage. Hasta 1962 vivió con su mujer, sus tres hijos y sus gallinas (e incluso, dicen, con algún cerdo) en el tejado del templo, a 40 metros sobre el suelo. Y completaba su raquítico sueldo (180 pesetas) haciendo de sastre para los curas. La de este Quasimodo compostelano es una buena historia para escuchar mientras subimos por los estrechos peldaños de la torre de la Carraca y, una vez en las cubiertas de la catedral, observamos la ciudad a vista de pájaro… O de campanero. (Reservas en catedraldesantiago.es).
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Si ya no tenemos edad ni cuerpo para hacer un rally de ribeiros, podemos dar un paseo nocturno alrededor de la catedral. Veremos la plaza del Obradoiro sin multitudes, a la luz ambarina de las farolas, y escucharemos cómo resuenan los pasos bajo el arco del Pazo de Gelmírez. Nos sentaremos junto a la fuente rumorosa de la plaza de las Platerías. Descubriremos al peregrino-fantasma de la Quintana (en realidad, la sombra de una columna). Y temblaremos al sentir las 13 campanadas que, de tarde en tarde, por ignotas y metafísicas razones, da a medianoche la campana Berenguela de la catedral.
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La torre de las Campanas de la catedral está inclinada 40 centímetros. Pero eso es algo inapreciable, nada comparado con lo que le ocurre a la colegiata románica de Santa María de Sar, cuyas columnas se inclinan visiblemente hacia las naves laterales, dando la sensación de que va a venirse abajo el templo en cualquier momento. Para evitarlo, en los siglos XVII y XVIII se le añadieron unos enormes arbotantes, que hacen que parezca un gigantesco centollo. Ojo también al claustro: es el único románico de la ciudad y en él trabajó el taller del maestro Mateo. Está a 15 minutos (a pie) del centro.
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CAMPOS, Andrés
Hola (30-06-2017)
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